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REQUIEM PARA UN GRANDE QUE VIVÍA ACÁ A LA VUELTA

Desde el principio tiene que haber sido tango. Aún cuando todavía no sabía que su imagen definitiva sería el rostro extasiado, encerrado en el paréntesis negro y horizontal de la boina y el pañuelo al cuello, en el trance de cortarle la respiración al fueye, pidiéndole permiso para arrancarle el alma de a pedazos. Lo mismo en el más mentado escenario de Europa que en el raído y ritual baldosaje del club El Torito, un viernes cualquiera, en el Alberdi austero de este lado de la vía.

Hace unos días rescaté de la oscuridad del ropero, envuelto en una bolsa de nylon, un cuadrito en el que un par de bailarines difusos pero perfectos, aunque quietos, zigzaguean entre las columnas de un viejo palacete local vuelto milonga cuando esa música marginal y carcelaria, como la cumbia de hoy, se les fue metiendo en los bolsillos a los pudientes y se desparramó lícitamente.

Una mañana, al tiempo de haber escrito y publicado una semblanza con su historia, “el Flaco” me preguntó si podía pasar a verlo porque tenía algo para darme. La ceremonia fue precisa y preciosa: en su pieza-taller, las manos pecosas de pintura quitaron del bastidor la tela y con la obra todavía fresca, acarició con las yemas de los dedos una cortina del dibujo y peinó un poco más los rasgos difuminados de los que se abrazaban en un tango. Por la ventana se asomaban los techos gastados del barrio Parque Casas.

De pibe, Alberto Bono llegó alguna vez y para siempre a este confín junto a sus padres cuando cansada de las mudanzas la familia de la artesana y el capataz de la maestranza que enseñaba a bailar tango, decidieron soltar el ancla. Por suerte, además del patio en el que se “armaba la milonga”, la cancha de basquet del Club Casiano Casas sabía trocar en pista de baile cuando las mejores orquestas de la época se lucían a la par de las guirnaldas de las lamparitas de colores.

Por entonces el esfuerzo laburante del viejo se transformó un día en una bicicleta de carrera para que “el Alberto” fuera a tomar clases de piano. Y como todo se transforma, hipnotizado por las filigranas sonantes de “la típica”, haciendo uso de la inocencia y el anhelo que sólo da la niñez, el pequeño Bono convirtió el rodado en dinero para comprarse el primer bandoneón. Y como para perder todas las esperanzas de una justificación más o menos digna, se encanutaba la plata de tres clases anticipadas, ponía el fueye de arco y se ponía a patear.

Entonces el padre no veía bien que su hijo se encandilará así con ese ritmo tan profundo y sentido como mal visto. Pero la resistencia paterna, por suerte, no pasó de esa mirada atenta que terminó por acompañarlo como un faro en sus comienzos.

Tenía 14 años recién cumplidos cuando, después de debutar en una formación que tocó en Maciel (capital provincial del tango), se subió al escenario de la paqueta confitería Cifré del Palacio Fuentes. Dicen que en la cena, le servían la leche. Y que a la hora en que muchos se iban a trabajar, él volvía al barrio en tranvía. En la esquina, por supuesto, lo esperaba su padre.

En aquellas noches empezó a disfrutar del atalaya desde donde los músicos ven el oleaje bravo de los que le sacan viruta al piso, e hizo de ese lugar de privilegio un puesto de fotógrafo para atesorar las postales que luego revelaría en sus pinturas.

Porque los trazos de Bono están estampados como melancólicos cachetazos similares a los que propinan la poesía y la cadencia de ciertos tangos. Acaso ayude a quien contemple su obra, tener en cuenta que el pulso del que han nacido esos monstruos pasionales de colores respondió al de un tipo inquieto que aunque haya tenido sus pergaminos como bandoneonista, pintor y hombre de teatro, parafraseando a Yupanqui, difícilmente pudiera ser visto como un artista por el solo hecho de domiciliarse muy cerca de casa.

En ese sentido, su biografía reza que Alberto Bono se divorció del bandoneón en los ’60 (no tocó en veinte años al acusar recibo en una de las miles de muertes y resurrecciones del tango) pero siguió molestando con su creatividad. Hizo teatro, fileteó colectivos, fue modelo de fotonovelas, pintó carteles publicitarios en la ciudad y escenografía del Teatro Nacional en Buenos Aires. Y todo ese tiempo, pese a la búsqueda de rumbo y el planteo de sus expectativas, siguió siendo hincha de Central. Hasta que un día volvió a abrir el estuche al que le había dicho adiós nonino y volvió a mojar el pincel en el 2x4. Se fue a Miami, a Drumonville, a La Coruña; y después volvió a la Capital Federal, a Rosario, al taller mecánico de calle Molina donde el asado convive armoniosamente con el olor “tuerca” que sube desde la fosa azulejada adonde llega una y otra vez debajo de una gorra con visera, y con camisa y pantalón sordos a los cánones de ninguna moda como el uniforme universal de la simpleza. Doy fe que sólo cambió esa ropa por un guardapolvos azul (como el de los profesores de las escuelas técnicas) para pintar un mural en el que él mismo toca un tango interminable en La Casa del Tango.

La catarata inoportuna (u oportunista, habrá quien diga) tiene que ver, claro, con ese vómito de admiración que uno contiene por definición y suelta por reflejo o no sé que mierda.

Lo cierto es que, como si fuera un ventiluz reinaugurado, vuelto a abrir después de una temporada de clausura, hace más o menos una semana volví a colgar de un tornillo huérfano la obra que me obsequió Bono.

Y lo peor es que ahora ni siquiera mirando el diario me enteré de la noticia.

Mi mujer me preguntó por teléfono, a través de un mensaje de texto, si sabía que había muerto Alberto. Un coro de saludos necrológicos en La Capital la advirtieron a ella del acontecimiento para que me lo contara casi como un contrabando en medio de la rutina.

Sinceramente no me acuerdo de la última vez que lo vi.

Sólo tengo presente (mientras miro el cuadro reincorporado a mi casa recientemente, como una coincidente señal inadvertida) la instantánea del trámite, sagrado y sencillo a la vez, de ejecutar el fueye desde el entrepiso de La Buena Medida, como escondido detrás de una baranda de hierro.

Y me asaltan como una ráfaga sentimental fragmentos de los pocos encuentros que tuve con él (y aparecen, colados con provecho de la guardia baja, otros próceres de la madrugada) que sin dudas han sido menos de los que uno quisiera aunque más de lo que la vida que llevo me permite.

La casa en la que hasta hace unos días vivió Alberto Bono está a unas diez o doce cuadras de la mía. Sé -sobredimensionando la culpa y apretando las distancias por el contexto en que reflexiono- estoy seguro, que en estos últimos meses he caminado muchas veces un mayor trecho, por ejemplo desde mi portón hasta el cajero automático de Villa Hortensia

Y que por eso, además de por su genuino mérito, lo veré al “Flaco” en otros de su talla, de su ley, de su calaña. Pero me permitiré también la fantasía poco original pero de rigor de pensarlo cruzado de gambas en un boliche sin tiempo donde “el Alemán” Göttling tome apuntes sobre el admirable hilo enredado de música que brota de la boca abierta de la guitarra del “Beto” Giraudo.

Con un suspiro como prólogo, Alberto se acomodará la franela en la falda y (mientras se va acostumbrando a la inmortalidad) marcará el un, dos, tres del apronte para que las uñas largas de su escudero inseparable sepa que arranca la pieza más larga de todas. Los ojos cerrados, y un corazón desinflado. El mío. Por tu partida, eterno quijote canyengue.

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