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LA DULCE ESPERA



Sintió un irrefrenable deseo de ver dibujada al menos una letra. Ni siquiera pedía ya encontrarse con una palabra que significase cualquier cosa. Le bastaba que sus ojos se posaran aliviados en cualquier partícula del alfabeto.
Lo habían visto pasar más de una vez por los pasillos en penumbras, con una ansiedad que jugaba con su cara. Lo habían observado pasar como quien busca agua: la mirada alerta, escrutante. Había atravesado las baldosas con el ímpetu kamikaze de los bichos que se estrolan contra los fluorescentes, yendo hacia la luz de las oficinas deshabitadas a esa hora en la que los oficinistas suelen dormir.
Cuando otra vez la silueta ambulante apareció detrás del ventanal, casi automáticamente, el hombre de guardapolvos blanco miró desde su mesa al mozo con cierta complicidad.
De pronto, el caminante se hundía en las sombras y en el salón de café todo seguía como antes de cada incursión.
En el camino de vuelta hacia la habitación transformó mecánicamente los números de las puertas en letras. Miró el 51 y rápidamente supuso un SI, se demoró un poco más con el 45 hasta descubrir un AS. Caminó esquivando óes en el centro de las flores de los dibujos del piso y adivinó retorcidas eses en los relieves que ornamentaban las macetas.
“Necesito leer, Raquel”, balbuceó a su adormecida mujer como si le confesara algo vergonzoso o muy molesto. Por respuesta tuvo apenas una contemplación vacía, una mirada confusa y a la vez inquisidora. Todo proveniente de las brumas del sueño inconcluso de la recién (más o menos) despertada
“Leer. Leer cualquier cosa”, insistió mientras abría y cerraba cajones y puertas de las mesitas de luz y del placard. “Ni una puta Biblia hay...”, refunfuñó sin medir sus palabras.
Contrariado volvió a salir al pasillo y recordó otras ocasiones similares de las que había salido mejor parado. “Al PAMI me he llevado hasta mates, la reputamadre”, esputó derrotado, envidiando la desgracia con suerte de alguna antigua internación.
“Cuando entrás acá, los relojes empiezan a andar para atrás”, había dicho cuando la esposa y su panza de treinta y ocho semanas de embarazo se acomodaron en la cama de la habitación 2 del Hospital Español. A las tres de la mañana, hecho un animal enjaulado recordó la inaugural ocurrencia de las nueve de la noche como algo cada vez menos simpático y más pelotudo.
“B incompleta”, se dijo, desencantado, mientras miraba el 3 de la puerta de al lado y se preguntaba a quién quería engañar.
La madrugada había caído como un frío metal en el patio. Sobre un largo suspiro fundó una nueva caminata con las manos en los bolsillos de la campera vaquera y la mirada perdida en los carteles inútiles del hospital a media luz. Entonces pensó otra vez en la orfandad del libro de turno que estaría en ese momento tumbado junto al velador en su pieza. La pulcritud silenciosa del lugar le dio mucha bronca y no tardó en relacionarla con ese médico fuera de servicio que sorbía el café sin apuro y relojeaba el diario. Le dio mucha envidia tanta paz entretenida del otro lado del vidrio.
Ya no quería volver por el mismo camino hasta el demorado nacimiento de su retoño. Necesitaba cambiar de aire, distraerse con otra cosa. El cambio de rumbo lo hizo desaparecer una vez más en la oscuridad y lo depositó en una lejana y desierta ala del edificio adonde se sorprendió destapando tachos de basura con el deseo imposible de encontrarse con un libro olvidado o desechado por alguien que se cansó de esperar que lo atiendan.
“Diagnóstico por imágenes”, leyó con el falso entusiasmo de haber leído algo.
Ya no le causaba gracia su sinceridad brutal cuando sintió que se hubiera conformado hasta con un libro de autoayuda o una revista para minas.
— Ahí está de nuevo.
— Y viene para acá
En el bar parecieron ponerse de acuerdo en construir una indiferencia colectiva para disimular pero que resultaba contraproducente.
— ¿Sí? –le dijo el tipo de atrás de la caja registradora como para llenar el silencio incómodo. Y entonces recién ahí vio que al andariego le temblaba la pera y en los ojos tenía temibles derrames sanguinolentos.
— El diario –pidió el recién llegado, sin sacar la vista de La Capital que el de la mesa simulaba leer.
Lo que siguió es una anécdota con la que los empleados del hospital ya cansan de tanto contar en las reuniones familiares, en el club y en los comercios de sus respectivos barrios.
Como un androide sin control, el futuro papá se tiro de panza sobre el matutino del día anterior que sostenían las manos de un gastroenterólogo aterrorizado. El mozo se limitó a observar cómo ya en el piso, el hombre desencajado abrazaba el papel y se alejaba gateando.
Intervinieron dos enfermeros grandotes –uno bastante afeminado pero forzudo– y un camillero entrerriano, para reducirlo con varios centímetros cúbicos de Alopidol, detrás de un freezer que tenía helados.
“La emoción”, mintió el doctor compasivo que contó los detalles de un desmayo ficcional a los familiares, unas cuantas horas más tarde, durante el alborozo por la llegada al mundo de una nena.

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