Ir al contenido principal

EL CORAZÓN EN LOS PUÑOS


Escribe: Joaquín Castellanos
Fotos: Leonardo Vincenti

“El boxeo es una actividad cruel. Es arriesgar tu vida cuando subís a un ring si no estás bien físicamente. Pero es también un elemento que te puede marcar. Porque el boxeo, en definitiva, es caerse, levantarse, presentar lucha, esquivar.  Cosas que hacés en la vida. Mecanismos defensivos para afrontar un problema”.
Detrás de un pocillo de café, Néstor Giuria ensaya una definición del deporte que alguna vez fuera uno de los más populares del país y, a su vez, siempre cuestionado por los que ven en la disciplina solamente un acto de violencia.
El hombre sabe de lo que habla. Su carrera periodística se ató al ring para siempre desde que un día, trabajando para el diario Crónica, lo mandaron al Luna Park. Más tarde, ya radicado en Rosario, desde 1977 fue el relator de las peleas por Canal 5 durante 18 años.
Es palabra autorizada para abrir la puerta a aquella y esta reciente historia del box como una actividad que sufre una extraña decadencia en la que desde hace décadas parece que siempre está por desaparecer y, al mismo tiempo, se mantiene más vigente que nunca en los rincones más insospechados adonde alguien se calza todavía los guantes soñando con ser campeón.



LA REVANCHA A LAS PIÑAS
“Yo he conocido chicos en el viejo Ñaro Boxing Club de Saladillo que no tenían ninguna pinta para el boxeo…” dice Giuria. Y cuenta una escena que se repetía en la legendaria “fábrica” de boxeadores de la zona Sur de la ciudad.
_ ¿Y estos pibes? -preguntaban los que frecuentaban el lugar.
_ Dejálos. Se entretienen –decían, con aires de distracción, los viejos maestros.
Uno sabía que iban por tres cosas –explica el especialista en boxeo-: después de entrenar había un mate cocido para todos, les permitían bañarse con agua caliente y tenían la posibilidad de socializarse: alguien les preguntaba cómo andaban (cosa que no escuchaban en  otro lugar). Muchachos que llegaban de situaciones difíciles, de la miseria absoluta. Y… el que llegaba a boxear lo hacía por una sola cosa: el hambre. Podía ser hambre de gloria pero por lo general era  el hambre de no tener nada en la panza”.



Y EN ESTE RINCÓN…
Era lustrabotas y canillita. Cuenta que habrá tenido diez años cuando por primera vez lo llevaron para ser boxeador de Gallo Ciego: el show consistía en juntar a cuatro chicos de similar estatura y pesaje; se los ponía a cada uno en una esquina del ring con los ojos vendados, se los mareaba y los empujaban a pelear al medio.
La paga era una Coca Cola, “un sánguche de chorizo” y “el cocinero” (cincuenta centavos que alcanzaban para comprar algo que cocinar y comer).
De la parada que frecuentaba frente a la cancha de Unión de Santa Fe, a comienzos de los 60 se lo llevó Amílcar Brusa para que practique boxeo.
Hugo Villerán, ex campeón argentino y sudamericano, fue compañero y sparring nada menos que de Carlos Monzón. Hace dos años que enseña boxeo en Las Heras, en Balcarce entre 3 de Febrero y 9 de Julio.
“Yo digo que esto no es un gimnasio es una escuela de boxeo. Yo al boxeador le enseño a caminar, a desplazarse, a barrer los golpes, a bloquear, a palanquear… Y abajo del ring los aconsejo a los chicos. Porque a veces los pibes piensan que porque saben pegar un golpe, dar una cachetada, son superhombres”, señala.
Al fondo, detrás de un cortinado que marca el fin de los aparatos de gimnasia, está su reducto. Ahí, en varios turnos, de lunes a viernes, transmite sus conocimientos a unos cuarenta alumnos.
Es la hora de la siesta. Los golpes que recibe la bolsa y el resoplido simultáneo del boxeador resuenan en el silencio.
_ Qué tiene que tener un pibe que quiere boxear…
_ Primero que nada hay que tener ganas de aprender, después las cosas van saliendo. Es como en el fútbol, si vos tenés ganás y tenés picardía vas a salir un buen jugador. Pero si lo tuyo es meterte en la cancha para que te den patadas, no vas a querer jugar más…
Mientras habla, saluda a los chicos que van llegando a clases. Le dicen “profe”.
Detrás, una foto detuvo en el tiempo al propio Villerán, a Monzón y a Brusa –con sombrero-; todos de puro traje y corbata en Monte Carlo, en los ’70.
“Lamentablemente, los grandes maestros se han ido. Ya no quedan más. Solamente quedamos quienes trabajamos con ellos”, explica, como dando pistas del desbibujo actual del boxeo.



SOMBRAS NADA MÁS
En los ’50, el esplendor del boxeo en Rosario, el templo sagrado era el Estadio Norte, en avenida Alberdi y José Ingenieros, devenido en galería comercial en 1969, dos años después de su cierre definitivo.
Allí, vidrieras adentro, quedaron encerrados como fantasmas los combates protagonizados por el “Mono” Gatica, “Ringo” Bonavena, el cubano Kid Gavilán y Horacio Accavallo, entre otras figuras de renombre, además de los clásicos enfrentamientos entre pupilos de los boxing-clubs de la época: el Ñaro –Castro Barros al 5200, a media cuadra de la vieja plaza La Merced, en Saladillo- y el Rosarino -Corrientes casi Pellegrini, muy cerca del cine Sol de Mayo.
Con recaudaciones espectaculares, la pica sobrepasaba los límites del ring porque las barras calentaban el estadio. Ahí se lucieron Julio Campos, más conocido como “la Pantera de Saladillo”, Emanuel González, y otros muchachos de Eugenio “Zorro” Pereyra; así como el “Chino” Pita, Amelio Piceda, Nelson Alarcón y Hugo Rampaldi, por nombrar algunos, de uno y otro bando, respectivamente.
“El Ñaró sigue existiendo físicamente en el mismo lugar, pero hoy con otra dinámica adaptada a estos tiempos –reza Giuria, acerca del presente pugilístico local-: antes había maestros de boxeo y salían figuras que convocaban gente. Hoy Rosario está dentro de la media argentina: la gente no sabe ni quien está entrenando en ese lugar”.


POCO RUIDO Y MUCHAS NUECES
La plaza -que ahora se llama O’higgins- se va olvidando del mediodía.
A tono con el acallado presente del deporte, el Ñaro Boxing Club carece de una  gran fachada que lo anuncie. En cambio, apenas un mínimo cartel debajo de una lamparita incandescente avisa por donde hay que ingresar.
Un largo pasillo además de corredor hace las veces de estacionamiento de una bicicleta con cajón de reparto, otra de media carrera y un par de motos de baja cilindrada. Desde adentro avanza el sonido metálico de una FM que suelta una cumbia tras otra.
Es un pequeño salón gobernado, en el fondo, por el cuadrilátero con piso de madera desnuda, donde dos muchachos están “haciendo guantes”. Alrededor, como alumbrados por los recortes amarillados que cuelgan de las paredes, cinco muchachos parecen estar precalentando, a los saltos, mientras una dama sacude a piñas una bolsa.
Más allá, otra chica con la camiseta de Central no para de hacer ejercicios cerca  de una antigua balanza despintada. 
Alguien intercala gritos de aliento y retos con instrucciones desde un banco lateral. Al otro lado del techo bajo de chapa se adivina el sol abrasador de la siesta de verano.
“Acá es diferente a todo. Hay olor a gimnasio de boxeo”, dirá más tarde uno de los responsables de que este mundo siga por la pendiente y renazca de sus cenizas cuando se multipliquen las veladas boxísticas.
            Pedro Dáquila es productor y promotor de boxeo desde hace 14 años, pero se asoció en 2010 con Alfredo Rivero, uno de los titulares actuales del emblemático gimnasio de box, para intentar recuperar algo de la antigua gloria que envolvió al Ñaro.
            Rivero fue boxeador como lo fueron sus hermanos y sus sobrinos. Su tarjeta dice que hoy es “manager y promotor nacional”, y cuenta que se tuvo que correr a los pueblos por desaveniencias con autoridades locales del box, pero que ahora ha vuelto a Rosario para organizar festivales con peleas de profesionales cada veinticinco días en el Club Ciclón.
            Como es un hombre de pocas palabras, promete acercar a la charla a alguien que va a contar cosas más importantes que él, dice, y que está pasando un buen momento arriba del ring.
Entonces se aleja despacito y sólo se va a detener junto a un novel púgil: “pará hijo… pará –le ordena-; los hombros arriba… -y tira prolijas pero firmes trompadas sin desarmar la guardia- ahí, ahí, ahí…”


GUANTES CARMÍN         
Daiana Brest es un rubia tan atractiva como temible. Tiene 18 años y entrena desde hace seis. De chica iba a ver a la mamá a las peleas, y ahora es su progenitora quien la acompaña a los festivales de boxeo.
“Si llegué hasta acá es porque la seguí a ella –dice, y señala a Rosa, su madre, que viene detrás- pero en ningún momento me obligó ni nada. Tengo hermanos y ninguno se dedica a esto…”, concluye.
Lo empezó haciendo como hobbie pero asegura que una vez que se subió al ring todo cambió. “Una se vuelve más tranquila y más responsable. No salgo a bailar, no tomo, no fumo. Me dedico al gimnasio. Corro, hago fierros. Hago todo para el boxeo”, cuenta Daiana que ya tiene 26 peleas.
En su momento tuvo que dejar los estudios para trabajar más de nueve horas en una fábrica de lavarropas y ahora que está más posicionada en el deporte dejó el empleo para dedicarse de lleno al boxeo y planea terminar la secundaria.
            _ ¿Qué cosas tenés en común con otras chicas de tu edad que no practican boxeo?
            _ Soy muy fanática de Central y en verano vivo en el Caribe Canaya… y voy a la cancha.
            _ Y, ¿en qué cosas creés que hay diferencias?     
_ No tengo novio (se ríe). Cuando saben que una boxea los chicos se alejan mucho. Están los típicos machistas que no lo ven bien y hay quienes tienen miedo, piensan que una es violenta y que todo lo lleva a las piñas, y nada que ver… (se ríe otra vez).
            Es cierto que los prejuicios siguen siendo una barrera para las mujeres que quieren boxear, pero otra era la historia hace diez años.
A muchos, dentro y fuera del deporte, les costó reconocer las peleas  femeninas pero las terminaron aceptando pese a que siempre se ha considerado  como una práctica exclusivamente masculina.
Y tanto es ya un obstáculo superado, lo de la discriminación de género sobre el ring, que en los juegos Panamericanos del año pasado en Guadalajara ya se incluyó el boxeo femenino en varias categorías y, asimismo, formará parte de las disciplinas en los juegos olímpicos de Londres 2012.
“Cuando tuve todos los papeles para pelear tenía 34 años –contextualiza Rosa, la mamá de Daiana, que ahora tiene 43-; no tuve las posibilidades que tienen las chicas hoy, por eso trato de enseñarle a mi hija todo lo que aprendí”.
Además, contra los detractores del boxeo, madre e hija señalan que los que no saben de qué se trata y creen que todo es violencia, aseguran que no hay mejor entrenamiento que el de esta disciplina empleado sólo como gimnasia –una de las más completas- sin subir a pelear: la modalidad recreativa, una opción que acaso involuntariamente podría devolverle al boxeo su popular reputación.


SIN SUBIRSE AL RING
“Todo lo que sea difundir el boxeo, sirve”, sentencia Rivero.
            Y en eso tienen gran cuota de responsabilidad gente con muchos rounds encima que ya viene explotando esa veta desde hace un tiempo.   
            Tal es el caso de “Lucho” Ploner, boxeador entre 1979 y 1988, campeón santafesino, que hoy tiene su propio gimnasio.
En el subsuelo de la esquina de Alem y Pellegrini, un hombre se coloca un par de guantes.
“Está por combatir…-dice el instructor acerca del aprendiz-; con la mujer va a combatir si llega tarde…”, bromea.
Y cuenta su periplo, después de “tirar la toalla”.
“Cuando dejé de boxear trabajé de mozo, de metalúrgico… de un montón de cosas. Hasta que salió esto de enseñar boxeo. Porque antes el boxeo era solo para gente que peleaba… Siempre se supo que esta gimnasia era buena, pero nadie se metía en un gimnasio porque te hacían pelear…”, señala Ploner.
            Precursor del entrenamiento sin fines competitivos, empezó a dar clases en 2002 en algunos gimnasios de pesas que le daban un lugar hasta que pudo montar su propio espacio. En él, un sótano acondicionado con todos los elementos que requiere el deporte, reconoce que la mayoría de sus alumnos es gente joven “de los pueblos; estudiantes, muchos universitarios” debido a la zona en la que se encuentra.
En los últimos años, el boxeo recreativo ha crecido significativamente fuera del puñado de los boxing clubs locales - Moderno; Ringo; Sportivo Alberdi, entre otros-  al punto que de los casi 150 gimnasios que funcionan en Rosario son muy pocos los que no ofrecen la disciplina a la par del dictado de yoga, pilates o localizada, por ejemplo, sumando así un gran caudal de mujeres que lo practican.
Apertura, expansión, y el necesario derrumbe de arraigados prejuicios. Rasgos que bien organizados acaso tracen el camino que necesita el boxeo para recuperar popularidad y salir de la sombra de su mítico pasado. 

(Fragmentos de la nota que bajo el mismo título aparece en el número de Febrero 2012 de la revista Rosario Express)

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

PREHISTORIA DE "EL PULGA" Y "EL FIDEO"

El abrazo que se repite entre Messi y Di María es una postal de goles argentinos importantes pero además representa el triunfo de dos chicos de barrio. Dos historias de vida que resumen "el sueño (cumplido) del pibe" que en los arrabales argentinos nunca se deja de soñar. Como en la final de los juegos olímpicos de Beijing 2008, Messi y Di María -dos pibes humildes, de barrio- dejaron su marca en otro pasaje trascendental de la Selección. El festejo no es solo por el gol. Otra vez, de los pies de un  leproso  empedernido y un  canalla  irreversible llegó el grito aliciente de un país que se paraliza para despistar su destino atendiendo con pasión los devenires de la Selección nacional de fútbol en el Mundial. A dos minutos de los penales, la SRL (Sociedad de Rosarinidad Liberada) ejerce de oficio y como en 2008, para obtener el oro del fútbol juvenil en Beijing, irrumpe con la explosión y el inigualable control de pelota del nieto de la almacenera del barrio La Bajad

HABÍA UNA VEZ UNA HORMIGA

Escribe: Joaquín Castellanos Fotos: Leonardo Vincenti Una nena y un perro en la vereda. Los libros se escapan por la ventana. Una casa de antes, con las aberturas y el techo altos. Las inscripciones deliberadas en la fachada se confunden con las marcas clandestinas en aerosol. Un cartel en la puerta dice “Biblioteca Popular Pocho Lepratti. Fundada el 18-10-2002”. La silueta del militante social alado sobre ruedas y, por supuesto, hormigas: gigantes, obreras, obstinadas; muchas hormigas  caminando por las paredes.             María de los Ángeles mira hacia adentro. “¿No sabe si hay alguien?”, interroga la nena. Tiene ocho años, y recibir una pregunta como respuesta la pone en guardia: advierte que su abuela le dijo “que no hable con extraños”. El perro mira silencioso y antes que nadie escucha los pasos que llegan desde el interior. Un hombre de anteojos saluda e invita a pasar. Se llama Carlos Núñez, es el presidente de la institución y ofic