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PREHISTORIA DE "EL PULGA" Y "EL FIDEO"

El abrazo que se repite entre Messi y Di María es una postal de goles argentinos importantes pero además representa el triunfo de dos chicos de barrio. Dos historias de vida que resumen "el sueño (cumplido) del pibe" que en los arrabales argentinos nunca se deja de soñar.

Como en la final de los juegos olímpicos de Beijing 2008, Messi y Di María -dos pibes humildes, de barrio- dejaron su marca en otro pasaje trascendental de la Selección. El festejo no es solo por el gol.
Otra vez, de los pies de un leproso empedernido y un canalla irreversible llegó el grito aliciente de un país que se paraliza para despistar su destino atendiendo con pasión los devenires de la Selección nacional de fútbol en el Mundial. A dos minutos de los penales, la SRL (Sociedad de Rosarinidad Liberada) ejerce de oficio y como en 2008, para obtener el oro del fútbol juvenil en Beijing, irrumpe con la explosión y el inigualable control de pelota del nieto de la almacenera del barrio La Bajada y la definición impecable del hijo del carbonero del Alberdi pobre de la zona norte. Porque es un encuentro de talentos en la cancha, pero que también arrastra en sí mismo un pasado de similitudes evocables.
Porque el abrazo de gol puede leerse como una celebración eufórica del pasional juego y las hormigas interiores que lo desatan. Pero adentro de ese abrazo, es justo reconocerlo, viven dos chicos rosarinos del montón que pudieron dar vuelta la moneda.

EL ABRAZO POR DENTRO 
En febrero de 1988 los Di María festejaban en su casa familiar de la zona sur, la llegada al mundo de su primer y único hijo varón ; apenas a una cuadra y media de distancia, los Messi celebraban en el patio de la abuela Rosa los primeros pasos del más pequeño de sus chicos.
Porque antes de subirse a lo más alto del fútbol mundial, Lionel Andrés Messi y Ángel Fabián Di María fueron dos pibes de barrio. 
Tanto el delantero del Barcelona como el volante del Real Madrid son hijos de dos familias de ese rincón recostado sobre una vereda de la calle Uriburu. Ambos tuvieron infancias humildes, pobladas de adversidades y sacrificios. Los Messi en el sur, rodeados del paisaje de monoblocks del barrio de Grandoli y Gutiérrez; los Di María, surgidos de ese sector de la ciudad pero afincados después en el norte, adonde los vaivenes económicos llevaron al jefe de familia a poner una carbonería en el fondo de la casa.
Velozmente, uno en cada punta de Rosario -y al cobijo de la pasión de los antagónicos Newell´s y Central- crecieron en los torneos rosarinos infantiles como después lo harían en la alta competencia.

LE DECÍAN “PULGUITA”
— Somos gente humilde y no nos gusta mucho hablar –se disculpaba en 2008 la almacenera del barrio La Bajada, al ser consultada por elpresente de su nieto, el rosarino que se fue a Barcelona y hoy está en el techo del mundo. 
Sin embargo, después de las disculpas nació (para suerte de la crónica) una breve pero enorme evocación:  entonces contó que un día de los primeros de este siglo, a Jorge Messi se le puso en la cabeza apostar a un cambio drástico en su vida. Que en aquellos años de crisis económica  como muchos padres de familia hubiera querido mantener su trabajo de obrero metalúrgico en Acindar pero algo le dijo que el destino estaba en otro lado.
Que había un posible horizonte en el hogar de unos parientes en Lérida, España, y que hubo un hecho que aceleró la decisión: el tratamiento de Lionel al que una enfermedad hormonal le impedía crecer normalmente.
“Jorge tenía un buen trabajo pero quiso acompañar a su hijo para ver si tenía mejores expectativas, porque acá no le cubrían el tratamiento que tenía que hacerse. Entonces decidió ver qué pasaba en España”, aseguró la Rosa María de Messi, abuela del crack.


El pibe, fanático hincha de Newell’s, debía tratarse por un costo de 900 dólares y el único eco que en nuestro país habían recibido los Messi fue de parte de la Fundación Acindar: los gastos durante el primer año y medio. Ante la falta de recursos para continuar con la indicación médica, el viaje era inminente.
Con trece años, “Pulguita”, el nieto menor de los almaceneros del barrio, se fue finalmente a Europa con su papá, mientras el resto de la familia esperaría en casa. 


Lo demás es historia conocida. Y retumba en muchos cada vez que Leo vuelve al barrio. Desde su casa, el escenario de esta historia, puede verse aún el auténtico toldo de la granjita de sus abuelos, subrayado por un collage de posters publicitarios y recortado del telón de fondo del paredón del Batallón 121. 
Ahí, por calle 1º de Mayo, nunca faltan muchachos pateando una número cinco gastada contra un portón. 








LO LLAMABAN “FIDEO”
Dicen que si uno se sienta un rato en la esquina de Oriente y Perdriel, en la zona norte de Rosario, con certeza verá pasar por la calle a un sinnúmero de Di Marías. O al menos a muchos que llevan el famoso apellido rotulado en la espalda, apenas arriba del número de la Selección, del Real Madrid o de desteñidas casacas canallas y del Benfica.
“Hasta los chinos del supermercado andan con la camiseta puesta”, dice un vecino.
Pero no es que el barrio de su infancia se acordó oportunamente de él y  lo empezó a homenajear. La historia de este orgullo por sentir al “Angelito” como propio no es de ahora.
La revolución dimariana tuvo su apogeo de la mano de su fugaz paso por el club de sus amores (jugó 35 partidos para Central antes de ser transferido a Portugal). Y desde su debut en 2005, chicos y grandes del lugar inflan el pecho para hablar de “Fideo”, cariñoso apodo que se ganó cuando enfundado en indumentaria deportiva que le sobraba por todos lados, se cansó de hacer goles en el baby fútbol.
En la casa que lo vio crecer, atiende al llamado del timbre un hombre en el que se destaca el amarillo de sus pantuflas centralistas con escudo y todo. Desde que los Di María se fueron a Europa a acompañar la carrera profesional de su hijo varón, los abuelos maternos del futbolista se mudaron a la casa de la zona norte donde siempre vivió la familia.
El que abrió la puerta se llama Luis, abuelo de la estrella del Real Madrid. Pero la que contó oportunamente los detalles de la historia se llama Clotilde.  
Miguel Di María era soldador. Trabajaba de sol a sol para una importante empresa y estaba cansado de tanto esfuerzo para llegar a ningún lado. Entonces le propuso a su suegro armar en el fondo de la casa un taller para desarrollar el oficio de herrero. Sin dudarlo, la familia lo acompañó y, cuando la situación ameritó otro cambio, el hombre se terminó por dedicar al carbón.
La carbonería fue el principal ingreso de la familia los días en que Diana, la mamá de Angel Di María, levaba a su hijo a practicar a la ciudad deportiva de Central en Granadero Baigorria.
            — Mi hija dejaba por un rato el carbón, porque ella ayudaba, y lo cargaba al“Angelito” en la bicicleta y se lo llevaba. Volvía para la casa y después lo iba a buscar porque a él le daba vergüenza que se quedara a esperarlo en la práctica…
Clotilde rememora la escena como si contara una película pero sabe, y más que nadie, que está hablando del sacrificio con que se cimentó tanta alegría.
Desde el final del patio, asoma el galpón donde funcionó la carbonería. Los Di María vendieron el negocio de reparto pero no quieren saber nada de vender la casa, como si fuera un poco el recuerdo de arduos momentos fundacionales de este feliz presente.
            — Gracias a Dios y a Don Ángel Zof, enseguida empezó todo. Y fue tan rápido –rememora la abuela, presa del ensueño. Una sensación de la que, desde hace ya un buen tiempo, el barrio no es ajena.
La última noche de 2007, cuando sabía que el camino a la consagración era irreversible, en la terraza de la casa donde funcionó la carbonería, el que hoy volvió a ser héroe nacional había montado un arsenal de pirotecnia.
— Fue inolvidable para nosotros… La gente salía de sus casas a mirar para arriba, cuadras de vecinos en la puerta, emocionados por una fiesta única para la zona –recuerda un vecino.
“Una alegría para el barrio, abuela –asegura Clotilde que se justificó su nieto –; y para mis viejos que tanto se lo merecen”.


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