En las pupilas se refleja el baile burlón del fuego eterno. Es cierto que son inofensivas, pequeñas réplicas del elemento cadencioso y ardiente, pero para el caso es lo mismo: sirven igual estas ardorosas miniaturas que esta noche lo iluminan. Del ritual es apenas un segundo. El hombre que hasta el momento no evidenciaba ninguna fisura en su comportamiento, nada de embriaguez ni efusividad alguna, de repente –ahí, espejando el fuego en sus ojos– siente que es todos los hombres, que el peso de la humanidad le tira cada vez menos sutilmente los hombros para abajo, que es raro pero real estarse viendo a sí mismo pero para adentro, sin rostro ni señas particulares. Si bien algunas botellas descansan vacías ya en paz en un rincón del patio, lo sabe: esto nada tiene que ver con aquello del alcohol y los festejos. Está, de pronto, quieto en la cornisa del tiempo. Se busca en el fuego minúsculo pero también percibe con el rabo del alma su alrededor paralizado, la algarabía en stand by, la euf
de Joaquín D. Castellanos