El último lunes de noviembre de 2004 fue también la última vez que fui a tomar un café a El Tiempo. Me ubiqué en una mesa más o menos cercana al ingreso por tratarse de la única dispuesta bien debajo de un ventilador. Leía el diario cuando llegaron al bar dos ciegos. Sin demasiada o ninguna complicación se sentaron a la mesa que quedaba desocupada entre la mía y la puerta. Eran dos hombres: uno canoso, de anteojos negros y con un bastón plegable; el otro muy joven y delgado, de rostro y pelo largos, de piel muy blanca. Inicialmente mi atención hacia ellos no fue mayor y apenas si lograron interrumpir brevemente mi lectura. Pero a poco de intentar retomarla noté por primera vez la sensación que me acompañaría luego buena parte de aquella tarde: una inquietud suprema y permanente, una atracción irrefrenable a dirigir la mirada a mis vecinos recién llegados. “Es así, Miguel”, le oí decir al más joven mientras terminaba de acomodarse en la silla, recortado un poco por la figura del otro al
de Joaquín D. Castellanos