El último lunes de noviembre de 2004 fue también la última vez que fui a tomar un café a El Tiempo. Me ubiqué en una mesa más o menos cercana al ingreso por tratarse de la única dispuesta bien debajo de un ventilador. Leía el diario cuando llegaron al bar dos ciegos.
Sin demasiada o ninguna complicación se sentaron a la mesa que quedaba desocupada entre la mía y la puerta. Eran dos hombres: uno canoso, de anteojos negros y con un bastón plegable; el otro muy joven y delgado, de rostro y pelo largos, de piel muy blanca. Inicialmente mi atención hacia ellos no fue mayor y apenas si lograron interrumpir brevemente mi lectura. Pero a poco de intentar retomarla noté por primera vez la sensación que me acompañaría luego buena parte de aquella tarde: una inquietud suprema y permanente, una atracción irrefrenable a dirigir la mirada a mis vecinos recién llegados.
“Es así, Miguel”, le oí decir al más joven mientras terminaba de acomodarse en la silla, recortado un poco por la figura del otro al que sólo podía verle la espalda y el cuello anchos, la nuca de oso polar. “Es así”, continuó Miguel, con ese juego vacío que solemos hacer cuando no hay nada por decir pero sí la humana necesidad dialógica por romper el peso del silencio.
El más joven alzó un poco el mentón como recibiendo el soplo placentero del ventilador. A contraluz, con el resplandor crepuscular del ventanal hacia la calle como telón, el muchacho tenía un aire de caricatura de busto de emperador romano, una exageración de los rasgos altivos que exigió siempre la posteridad, facciones subidas a esa angular inclinación del rostro joven y lánguido. Por la errática relación que acababa de tejer y ayudado por la actitud facial que persistía en una marcada preocupación con serio amontonamiento del entrecejo, a mí se me ocurrió que el pibe podía llamarse César y que sería una verdadera pena si ése no fuera su nombre.
La observación se volvió rigurosa hasta el límite de la obsesión. Comencé a sentir culpa de mirarlos así, con tanta impunidad. Pero en paralelo sentía una necesidad inexplicable de no quitar la vista de encima de los ciegos. Para distraerme intenté volver al diario aunque la lectura me resultaba imposible.
Ante la falta de concentración, opté por examinar los detalles de una fotografía que hasta hoy, acaso por el esfuerzo mental, quedó copiada a fuego en mi mente. Es un instante de una manifestación, una protesta con pancartas y gente fundidos como en una explosión de colores, un rompecabezas confuso, armado con dificultad para que me quede grabado en la memoria visual como una postal del corto pero extenuante momento en que evité mirarlos.
“Es un lindo lugar, éste.”, disparó César con la cabeza todavía inclinada. “Acá se puede charlar tranquilo, sin que nadie te moleste”, prosiguió ante la pasividad de Miguel que sólo esgrimió un bufido que pareció aprobatorio.
A mí me invadió la sensación de que se habían dado cuenta de cómo yo los estaba mirando.
La moza llegó por fin y los saludó antes de tomárles el pedido. La chica se esmeró en parecer natural, simuló estar atendiendo normalmente, pero pude ver en su cara la incomodidad y la sorpresa. El temor y la compasión. La bronca hacia la particular situación que involucraba a esos clientes y a su propia y desproporcional e injusta lástima.
Tengo la impresión ahora, en la distancia que trazó el tiempo transcurrido desde aquel día, de que mi insistencia por mirar los ojos del joven no fue advertida por nadie en el lugar, ni siquiera por la pobre moza. Sólo César, tallado en el telón de vidrio que daba a la ciudad agonizante, habrá presentido desde su mundo de noche honda, mi permanente acoso. La búsqueda caprichosa de mis ojos a la caza de los suyos vacíos e inútiles.
Recuerdo haber pensado ingenuamente al sonarme la nariz que recién entonces habrían advertido los ciegos mi presencia. De ahí en más, acaso por sentirme descubierto, supe amenazada mi curiosidad. Pero algo me decía que sabían de sobra hasta el más mínimo de mis movimientos aún antes de que yo pensara en sacar el pañuelo.
De todas maneras, supuse molesta la situación y aún así, insistí en saciar esa mecánica inquietud de ver a los ojos desdibujados del más joven, perseguirlo con la mirada como si entre mi insistencia y su misteriosa negativa se planteara un profundo desafío.
A la tarde progresivamente le empezaron a salir estrellas y en la vereda, junto al ventanal, se fueron amontonando ruidosos adolescentes que esperaban algún colectivo. César y Miguel, como inhibidos ante la ruptura de la tranquilidad del bar, bajaron el tono de voz y me dejaron totalmente afuera de su charla. Obseso y empecinado, empujado por esa marginación –sentí que a propósito me privaban de sus palabras-, no le quité la vista de encima al muchacho que comenzó a balancearse acaleradamente hacia atrás y hacia adelante como en una mecedora imaginaria que seguro era un tic nervioso al que lo llevaba la oscuridad. Entonces me puse firme a seguir su oscilación y (a pesar de ella) a hurgar debajo de los pliegues de sus párpados. De repente César se detuvo y ya no inclinó su cabeza ni volvió a ocultarme la cara. Hizo una pausa estatuaria, tomó un sobrecito de azúcar y con las dos manos se lo puso entre el labio superior y la nariz, como un absurdo bigote, y aspiró profundo para descifrar, creo yo, su forma por medio del olfato. Inmediatamente –juraría que apuntó su nula mirada acuosa hacia mí- enderezó el rostro y desató con un gesto el nudo del ceño, dejando al descubierto la opacidad de sus ojos de vidrio líquido. Tenía ese espejo borroso una extraña belleza y a su vez generaba un rechazo por un todavía más raro temor. Descubrí en ese fondo esférico de porcelana unas pintas celestes o grises y la redondez perfecta (marcada en relieve y sombras) de las inutilizadas pupilas. En principio me halle victorioso de aquella caprichosa contienda. Me sentí como puede sentirse alguien después de realizar un deseo y, a su vez, con esa realización esfumarlo, hacerlo desaparecer. Volverlo recuerdo de cuando lo deseaba. Pero lo triunfal se volvió culpa o algo similar, y retiré la mirada como envuelto en una derrota.
Quería pensar en otra cosa y volví a mirar la foto del diario con la dificultad que brinda el comienzo de la luz artificial recién encendida a comparación del sol.
De pronto, mientras buscaba centrar la vista en las banderas que había visto relucientes me distrajo el multiplicado tintinear de cucharitas. En la barra, hacia el fondo, al levantar la cabeza adiviné a la moza ofreciendo medialunas saladas o dulces a una mujer mayor.
Quise concentrarme otra vez en la lectura pero los ruidos no me dejaron.
Fue cuando César le dijo a Miguel que tenía que ir al baño e intentó llamar a la moza sin que ésta lo notara desde el lejano mostrador de las facturas. No pude evitar ponerme de pie, acaso impulsado por la culpa de aquella infantil obsesión, y acercarme a la mesa de mis vecinos para preguntarle al muchacho si me permitía acompañarlo.
Caminamos despacio hasta el final del local en penumbras. Si junto al ventanal casi no había luz, ahí en el fondo, apenas si se distinguían los rostros.
“No se ve nada”, dije, estúpidamente. César lo tomó con humor: “Estamos iguales”, me dijo y sonrió.
Con una factura en la mano la empleada, a nuestro paso hacia el patiecito que lleva al baño, enarcó las cejas mostrando una complicidad que debe haber imaginado a salvo del ciego.
Creo que después César me pidió un cigarrillo antes de que le ayudara a ingresar al excusado. Le di el atado y cuando me lo devolvió, salí a esperarlo en la noche ya cerrada.
No podía reconocer hasta dónde llegaba el firmamento y dónde comenzaba la enredadera así que no pude más que recordar las baldosas blancas y verdes de damero que estaba pisando en ese momento, y presentir los cajones de bebidas que siempre yacían apilados contra la pared de la cocina.
La espera no fue menor y entre tanto pregunté hacia el murmullo interior del bar que qué estaban esperando para prender los farolitos del patio. Fue cuando escuché los pasos y sentí un profundo miedo a caerme o chocar con algo. Un miedo que sólo se alivió un poco cuando una mano me tomó del brazo y me invadió una incertidumbre rotunda. La sensación de estar caminando en un aire espeso de infinitos objetos y personas al acecho.
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