Hacer un gol de apilada, es parte del fútbol y algunos privilegiados lo consiguen en distintos escenarios y circunstancias. Pero si luego de la corrida mágica, el autor del tanto se levanta como empujado por un resorte de gloria y sale corriendo a festejar, y detrás de él se puede ver a los rivales desolados, desparramados en el piso como después de una catásatrofe... eso es ser Maradona.
Si algo le faltaba a Messi era esa cuota de épica que todos reconocen en el Diego como un plus indispensable para que, más allá de lo técnico, haya sido quien fue y seguirá siendo para siempre. Y si algo le faltaba al fútbol era que lo que pasa adentro de la cancha superara lejos a todo lo que se teje afuera, a su alrededor. Que el juego real estuviera un momento por encima del circo que lo rodea, lo que los propaladores especializados replican sin límites, irrespetuosos de la pelota.
Porque a lo que asistíamos en esta primera semifinal de la Champions entre Barça y el Real era más o menos a lo que hoy representa un partido de fútbol de estas características. Una guerra de perfectos, costosos gladiadores, en estadios que son naves espaciales que deben oler a euro por todos lados, vistos en directo desde casa o la oficina (es una gloria o por lo menos un aliciente que los partidos de Europa sean en horario laboral argentino) con detalles en primeros planos a retoques capilares y rostros cinematográficos reflejados por veinte cámaras atentas a la pelota y los carteles publicitarios estratégicamente colocados.
Por eso, que haya ocurrido en ese contexto, hace que la película se centre por un rato en el recorrido de la redonda y en la interpretación maestra de esas piernas que son máquinas puestas al servicio del deleite (y que, por suerte, otra vez son argentinas).
Para el 2 a 0 del "blugrana" sobre los "merengues" hicieron falta, por sobre todas las cosas, dos atropellos de Messi.
El primero, después de un desborde que lo encontró como un centrodelantero, para empujarla. El segundo fue una apilada "maradoniana" en el cierre del partido (con la potencia de un recién ingresado).
Y aunque detrás de la estadística de los 52 goles que hizo esta temporada hubo verdaderas joyas del arte del potrero, del malabarismo, del intelecto... pareciera que muchos recién ahora nos terminamos de despertar a la magia prodigiosa. Y nos damos cuenta que es realmente indiscutible. Ya ni siquiera nos habilita a quienes reclamamos que el mejor jugador del mundo que juega en el Barcelona se luzca más o menos en esa sintonía cuando le toca ponerse la celeste y blamnca.
Porque es verdad que los catalanes jugaron en el Santiago Bernabeu, ante el clásico rival, sin medio sobresalto, con esa fórmula de la paciencia, el toque permanente que anestesia al rival y lo estoquea con una explosión que aniquila. Pero lo que hizo Messi, principalmente al dejar por el piso a jugadores y a hinchas del Real Madrid en la corrida final, lo deja fuera de cualquier cuestionamiento.
Que juega rodeado de los mejores y que lo ponen en otra posición van pasando a ser argumentos obsoletos. Y acaso nunca fueron serios motivos para agarrarse al poner en duda la capacidad del rosarino para ser el mejor. Lo cierto es que si hay que hacer una reivindicación tiene que ser ahora: el día en que Messi se recibió de Maradona. Sería muy fácil sostenerlo cuando levante trofeos con la Selección.
Si algo le faltaba a Messi era esa cuota de épica que todos reconocen en el Diego como un plus indispensable para que, más allá de lo técnico, haya sido quien fue y seguirá siendo para siempre. Y si algo le faltaba al fútbol era que lo que pasa adentro de la cancha superara lejos a todo lo que se teje afuera, a su alrededor. Que el juego real estuviera un momento por encima del circo que lo rodea, lo que los propaladores especializados replican sin límites, irrespetuosos de la pelota.
Porque a lo que asistíamos en esta primera semifinal de la Champions entre Barça y el Real era más o menos a lo que hoy representa un partido de fútbol de estas características. Una guerra de perfectos, costosos gladiadores, en estadios que son naves espaciales que deben oler a euro por todos lados, vistos en directo desde casa o la oficina (es una gloria o por lo menos un aliciente que los partidos de Europa sean en horario laboral argentino) con detalles en primeros planos a retoques capilares y rostros cinematográficos reflejados por veinte cámaras atentas a la pelota y los carteles publicitarios estratégicamente colocados.
Por eso, que haya ocurrido en ese contexto, hace que la película se centre por un rato en el recorrido de la redonda y en la interpretación maestra de esas piernas que son máquinas puestas al servicio del deleite (y que, por suerte, otra vez son argentinas).
Para el 2 a 0 del "blugrana" sobre los "merengues" hicieron falta, por sobre todas las cosas, dos atropellos de Messi.
El primero, después de un desborde que lo encontró como un centrodelantero, para empujarla. El segundo fue una apilada "maradoniana" en el cierre del partido (con la potencia de un recién ingresado).
Y aunque detrás de la estadística de los 52 goles que hizo esta temporada hubo verdaderas joyas del arte del potrero, del malabarismo, del intelecto... pareciera que muchos recién ahora nos terminamos de despertar a la magia prodigiosa. Y nos damos cuenta que es realmente indiscutible. Ya ni siquiera nos habilita a quienes reclamamos que el mejor jugador del mundo que juega en el Barcelona se luzca más o menos en esa sintonía cuando le toca ponerse la celeste y blamnca.
Porque es verdad que los catalanes jugaron en el Santiago Bernabeu, ante el clásico rival, sin medio sobresalto, con esa fórmula de la paciencia, el toque permanente que anestesia al rival y lo estoquea con una explosión que aniquila. Pero lo que hizo Messi, principalmente al dejar por el piso a jugadores y a hinchas del Real Madrid en la corrida final, lo deja fuera de cualquier cuestionamiento.
Que juega rodeado de los mejores y que lo ponen en otra posición van pasando a ser argumentos obsoletos. Y acaso nunca fueron serios motivos para agarrarse al poner en duda la capacidad del rosarino para ser el mejor. Lo cierto es que si hay que hacer una reivindicación tiene que ser ahora: el día en que Messi se recibió de Maradona. Sería muy fácil sostenerlo cuando levante trofeos con la Selección.
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