Los gestos, ni siquiera los buenos gestos, por sí solos no cambian nada. Pero que los gestos se hagan desde adentro del dorado y desacreditado palacio del Vaticano, es más que algo. Aún en el seno del catolicismo, siglos de desvirtuar el cristianismo en función de la empresa de creer según los representantes del Cielo en la Tierra, se ha cuestionado más que nunca el papel de la institución clerical. La irrupción de un perfil diferente en el nuevo Papa es, sin dudas, la posibilidad de sacudir –al menos empezar a desempolvar- milenios de distancia entre el mártir, sus presuntos herederos y los fieles. O constituye al menos un marco inédito que genera expectativas. Pero la novedad va más allá de los propios católicos. Ni siquiera hay que aclarar que no hace falta ser creyente en el credo en cuestión ni en ningún otro, ni elucubrar acerca del peso específico que tiene en la actualidad esta Iglesia –con tanto desencanto que favoreció a otras en la mudanza de la Fe. La onda ex
de Joaquín D. Castellanos