Los
gestos, ni siquiera los buenos gestos, por sí solos no cambian nada. Pero que
los gestos se hagan desde adentro del dorado y desacreditado palacio del
Vaticano, es más que algo. Aún en el seno del catolicismo, siglos de desvirtuar
el cristianismo en función de la empresa de creer según los representantes del
Cielo en la Tierra, se ha cuestionado más que nunca el papel de la institución
clerical.
La irrupción
de un perfil diferente en el nuevo Papa es, sin dudas, la posibilidad de
sacudir –al menos empezar a desempolvar- milenios de distancia entre el mártir, sus presuntos herederos y los fieles. O constituye al menos un marco inédito que
genera expectativas.
Pero la
novedad va más allá de los propios católicos. Ni siquiera hay que aclarar que
no hace falta ser creyente en el credo en cuestión ni en ningún otro, ni
elucubrar acerca del peso específico que tiene en la actualidad esta Iglesia –con
tanto desencanto que favoreció a otras en la mudanza de la Fe.
La onda
expansiva de la noticia nos alcanza a todos: por una antigua participación en
los cimientos culturales occidentales y sus incursiones al resto del globo; y
por una consecuente atención de todos –aún los más reacios al asunto, aportando
su marcado desinterés como pieza fundamental en el debate-, con o sin Dios de
por medio, en una especie de radiografía obligatoria a ese factor de poder en
decadencia pero factor al fin.
Las
reacciones a la aparición en la escena mundial del nuevo Papa, como ante todo
lo que trasciende, han sido y serán dispares. A cada adhesión le sigue un repudio;
por cada comentario esperanzador hay un oscuro y escéptico desengaño que advierte
sobre una nueva maniobra enmascarada que terminará en más de lo mismo.
Creo
que es tiempo de tibios. Pero tibios a los que no los pierda ni la ingenuidad
ni el eterno desencanto. Es momento, más que nunca, de ser moderados.
Atentos
espectadores con el índice en el gatillo de la crítica, por supuesto, pero
también con la predisposición de aguardar el transcurso de los hechos para referirse
al respecto.
Los
extremos –la facilidad del más feroz pesimismo y la candidez de la pobre ceguera
“buena”- no consiguen en este contexto más que embarrar la cancha con rencores
irreversibles y omisiones disimuladas que derivan en el elogio sin freno.
Y hay mucho pero mucho ya dicho. Y mucho más por decir. Siempre hubo "de todo en la viña del Señor". Pero hoy hay (a la vista de todos) muchísimo más. Puede
sonar sacrílego pero no hay profeta de hoy que no tenga conexión a Internet.
Como entonces no había profeta sin piedra a la que subirse para declamar ante
la masa sus revelaciones. Ahora hasta el Papa tiene twitter.
Lo
nuevo tiene que ver con una amplitud nunca antes vista, un horizonte en el que
nadie queda afuera aunque sigan existiendo posicionamientos privilegiados que
marcan por ahora la diferencia. El hecho es que todos pueden opinar.
La insinuada
prehistoria fue la imprenta y su proliferación hasta volverse producto
accesible al menos para más de una tendencia a publicar sus inquietudes
particulares sobre tal o cual tema. Y si más de uno era un avance, la
multiplicidad desbordada –ingobernable!- implica un salto mayor.
La Prensa
hoy, gracias a Internet, supone un universo inabarcable en el que cunden y
caben todas pero todas las voces pensadas e impensadas. Habría que celebrar ese
síntoma desmadrado, siempre y cuando prevalezca sobre cualquier mirada a esa
chorrera de información la posibilidad de analizar críticamente todo lo que se
dice. Esa gimnasia cotidiana no sólo nos puede salvar del ridículo en la mesa
del bar, el ascensor, el aula o la oficina. Es el cauto modo al que nos debemos
enfrentar a la hechura virtual de cada día de la Historia.
La red
de redes deja convivir a los diarios de papel pero no sin reemplazarlos, ocupando
su lugar en ese eslabón de contar mejor que nada y de infinitas maneras el
mundo actual.
Internet
es la democrática e inconmensurable Biblia sin editar de hoy.
Comentarios
Publicar un comentario