“La
naturalización de las cosas es un fenómeno que me desvela”, confesó el que
habitualmente tomaba confesiones. Con el mate en la mano, frente a la
televisión prendida que transmitía las afueras del Cónclave del Vaticano,
emanaba un aire de abstracción filosofal rematado con los ojos perdidos en los
dibujos de una yerbera de lata.
Todo
lo que estaba a su alrededor, al alcance de su vista (y de sus manos) era fruto
de la caridad y estaba lejos de la suntuosidad obscena que mostraba la
pantalla.
El
otro estiró la mano, como un elocuente reclamo de cebador que reprende con el
gesto y la mirada al que monopoliza la infusión criolla.
“Sabés
cuantas veces se me cruza largar todo al carajo…”, siguió sincerándose el jefe
de la parroquia, devolviendo el mate.
El otro apenas se sonrió. Levantó la pava del fuego, preparó otro cimarrón y se lo tomó.
El otro apenas se sonrió. Levantó la pava del fuego, preparó otro cimarrón y se lo tomó.
“Y,
al mismo tiempo, ¿sabés?, siento que ya largué todo hace años, desde que
pusieron las cosas en su lugar y nos mandaron a vivir acá”, dijo el cura, mientras
el sonoro aire que entró por la
bombilla, en el fondo del jarrito, subrayó sus palabras.
Quedaba
una factura en el plato. El otro, sin sacar la vista de la televisión, cebó otro
mate y lo ofreció con naturalidad. Después levantó el último bocado y lo partió
en dos: mitad para cada uno.
El
cura recibió su parte y se rió con ganas. Pero las ganas eran de llorar.
Una
corresponsal, de espaldas a la multitud de la Plaza de San Pedro, advertía que de
un momento a otro la chimenea develaría si la decisión estaba o no tomada.
“Y
hay gente que lo está mirando como si esto fuera un partido de fútbol… Peor
nosotros, ¿no?. Peor nosotros…”, soltó el religioso.
Estaba
por descerrajarse una puteada y se detuvo en el rostro que tenía enfrente.
“Tenes
azúcar en la barba, de este lado”, informó piadoso, el cura, e hizo de espejo indicándole adónde estaban los granos dulces e invasores.
Mientras
el otro se sacudía la pelambre de la quijada con una mano, el humo televisado empezó
a brotar hacia el cielo, liviano y denso a la vez. Ni blanco ni negro.
Gris como el del brasero que calentaba la pava.
Gris como el del brasero que calentaba la pava.
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