Leído este pensamiento del escritor y periodista español así al pasar, como un recorte fuera de contexto, genera una sensación de desendiosamiento necesario, dolorosa y abrupta, que tiene que ver con la crítica general extrema pero también con la certeza cotidiana de quienes somos obreros de la palabra. La feroz autocrítica es tan contundente y molesta que, a la hora de la reflexión-hoy por ejemplo- sirve más que el más florido elogio.
La definición habla de ese inmenso oceano de cinco centímetros de profundidad que representa nuestra constante intervención en todos los temas todo el tiempo y que en algún momento nos puso en un podio que supimos con el tiempo que era de cartón.
Es un cachetazo exacto en el momento justo, que además nos permite vernos -a mí por lo menos me remite a verme- en esa situación esforzada pero a la vez forzosa de atropellar la intermitencia burlona del cursor que late en la hoja del procesador de texto, reclamando correr contrarreloj detrás de la nota o noticia. Un ejercicio dificultoso desde que los períodos de lo periodístico son diarios.
Y ni hablar de los resultados contradictorios que ha forzado la invención de los noticieros que están abiertos las 24 horas en televisión.
Ahí radica el oficio. Parar la pelota y refutar la idea de Vicent, aún desde el tedio lógico de la rutina que nos acerca a esa caricatura dura hecha con maestría.
Yo trato de tener en cuenta siempre esta realidad exagerada pero posible.
Ésta y otras que desprende hasta por los poros este viejo zorro que disfruto leer y escuchar.
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