En cuanto al destino, él sabe que no hay apuro. Siempre es ahora y hay que hundir la mano en el largo bolsillo para encontrar las monedas si es que existen y arrancar sin apuro hasta el kiosko de ventana. El envase, es sabido, tiene impresa en algún lugar la fecha de vencimiento pero siempre es mejor esquivarla y que sea sorpresa. La idea es acomodarse de cara al sol, con la pera apuntando a Neptuno y la imaginación desparramada. Cada quien decide lo que dura ese recreo. Se trata de dejarse ser sin agenda ni convenciones: transcurrir como si vivir fuera soplar (pero al revés) y ser botella.
El abrazo que se repite entre Messi y Di María es una postal de goles argentinos importantes pero además representa el triunfo de dos chicos de barrio. Dos historias de vida que resumen "el sueño (cumplido) del pibe" que en los arrabales argentinos nunca se deja de soñar. Como en la final de los juegos olímpicos de Beijing 2008, Messi y Di María -dos pibes humildes, de barrio- dejaron su marca en otro pasaje trascendental de la Selección. El festejo no es solo por el gol. Otra vez, de los pies de un leproso empedernido y un canalla irreversible llegó el grito aliciente de un país que se paraliza para despistar su destino atendiendo con pasión los devenires de la Selección nacional de fútbol en el Mundial. A dos minutos de los penales, la SRL (Sociedad de Rosarinidad Liberada) ejerce de oficio y como en 2008, para obtener el oro del fútbol juvenil en Beijing, irrumpe con la explosión y el inigualable control de pelota del nieto de la almacenera del barrio La Bajad
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