Los '60 son jóvenes. Nadie sabe todavía de la existencia de un grupo que se va a llamar Rolling Stones que está por abrir una puerta prohibida que nunca se va a cerrar.
La hora del té pasó hace rato y el sol se fue a calentar otras latitudes. Por una calle de Londres -Oxford Street, donde en el 165 está el Marquee Club-, un vigilante hace la ronda disimulando lo más que puede su asco por esos muchachos que representan el peligro de una fuerte bomba que de estallar romperá para siempre la tradición de vestir, de comer, de pensar y de opinar bien, como Dios y la Reina mandan. Ya lo habló con un vecino antes de salir hacia el trabajo, ante el silencio y la mirada de sus esposas en la vereda que comparten. Siempre existieron excepciones a las sanas costumbres, desde que el hombre es hombre. Pero, se sabe, en esa horda propia -no son inmigrantes anarquistas, ni negros, ni pobres delincuentes comunes-, en esa imberbe masa insurrecta que mira mal a la policía anida un futuro difícil para el mundo. Una triste amenaza para la humanidad.
Ahora los ve, desfilando como semidioses que se cayeron de la cama y practican con regocijo la moda de renegar de sus mayores, de sus tradiciones, de todo. Disfrutan del efímero empellón de la edad temprana, las ínfulas inapagables del que transita la plenitud.
Del tugurio a media luz surge una música ruidosa, atropellada, díscola.
"Ya van a venir viejos ellos también", piensa el uniformado, mientras, sin soltar la cachiporra, retira la manga para ver la hora en su reloj pulsera.
La hora del té pasó hace rato y el sol se fue a calentar otras latitudes. Por una calle de Londres -Oxford Street, donde en el 165 está el Marquee Club-, un vigilante hace la ronda disimulando lo más que puede su asco por esos muchachos que representan el peligro de una fuerte bomba que de estallar romperá para siempre la tradición de vestir, de comer, de pensar y de opinar bien, como Dios y la Reina mandan. Ya lo habló con un vecino antes de salir hacia el trabajo, ante el silencio y la mirada de sus esposas en la vereda que comparten. Siempre existieron excepciones a las sanas costumbres, desde que el hombre es hombre. Pero, se sabe, en esa horda propia -no son inmigrantes anarquistas, ni negros, ni pobres delincuentes comunes-, en esa imberbe masa insurrecta que mira mal a la policía anida un futuro difícil para el mundo. Una triste amenaza para la humanidad.
Ahora los ve, desfilando como semidioses que se cayeron de la cama y practican con regocijo la moda de renegar de sus mayores, de sus tradiciones, de todo. Disfrutan del efímero empellón de la edad temprana, las ínfulas inapagables del que transita la plenitud.
Del tugurio a media luz surge una música ruidosa, atropellada, díscola.
"Ya van a venir viejos ellos también", piensa el uniformado, mientras, sin soltar la cachiporra, retira la manga para ver la hora en su reloj pulsera.
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