Adonde
antes los desbordes del arroyo Saladillo borraban todo y los camiones
volcadores vomitaban escombros y mugre, hoy crecen verduras.
Es la menos
consolidada huerta urbana de Rosario pero es la más genuina: con los techos de las casas de
barrio Las Flores como telón de fondo, es además comedor comunitario.
La
supervivencia de un espacio que se resiste al olvido y la vida de su mentor, fundidas y confundidas en una misma historia.
Escribe: Joaquín Castellanos
Fotos: Leonardo Vincenti
“Era
tierra negra y salitre porque se inundaba mucho. Fuimos limpiándolo entre
nosotros, con un grupo de gente de la villa de Platón y San Martín. Empezamos a
sembrar, vimos la posibilidad de poder vender”, rememora el hortelano.
Son
casi 4 hectáreas sobre uno de los márgenes de San Martín al 7200, atrás del
barrio Las Flores, aunque actualmente sólo se utiliza poco más de un tercio del
terreno para huertas. Es el menos consolidado de los espacios agroecológicos
fomentados por la administración local pero también es el más genuino. Además
de permitir a los vecinos trabajar la tierra, se da copa de leche y comida a
unas 60 familias. Más de 200 porciones, dos veces a la semana, además de la
entrega mercadería.
El
comedor y los bolsones no se hicieron para la gente de la huerta sino para
todos los vecinos. Muchos se arriman por una cosa y se enganchan con la otra. O
viceversa.
Tres cuzquitos se arriman al portón
sin ladrar. Es como un cortejo de bienvenida para las mujeres que llegan con
los bolsos de colores en la mano.
“La idea era dar un plato de comida
pero nunca pensamos que la gente venga a comer acá porque sabemos que así se
divide la familia. Le damos la viandita para que se lleven a la casa. Y les
exigimos a los padres o a los más grandes que vengan a buscarla. Les decimos
que no es que seamos verdugos sino que los chicos se pueden quemar y es
peligroso que anden por acá, por la avenida…”, explicará más tarde el encargado
de coordinar esta especie de centro comunitario. Tiene 58 años y se llama
Héctor Alarcón paro casi nadie lo conoce por su nombre.
Desde
muy chiquito le dicen el Ganso, bautizado así por un tío, testigo de sus
complicados primeros pasos.
“Se
va de culo como ganso chico”, sentenció el pariente. Y el mote quedó para
siempre acaso como una involuntaria alegoría de lo que sería una vida a los
tumbos.
“Nací
en una villa que se llama El Mangrullo, y en el 76’ nos trajeron a barrio Las
Flores”, cuenta Alarcón. “Me dieron
treinta chapas de cartón en el Servicio Público de la Vivienda para que me
hiciera el ranchito”, recuerda.
Fue
verdulero ambulante y dependiente de almacén, entre otros empleos
circunstanciales. También fue operario fabril y portuario. Pero ante todo fue
hombre de río.
“Hace
treinta años que estoy acá, en Las Flores, y no me termino de adaptar. Allá tenía
la canoa, iba a pescar, iba a buscar cereal al puerto. A cortar palos y paja a
la isla. Cuando bajaba el río juntábamos las plomadas para venderlas. Siempre
teníamos algo para hacer”, practica la nostalgia el hombre que cambió la costa
por la orilla del surco.
Y
eso se nota esa querencia hasta en el nombre del lugar: la huerta comunitaria
se llama Rosarina Linda, como se llamaba su canoa.
“Éramos
un grupo y teníamos que ponerle nombre a la cooperativa y a la huerta. Algunos
le querían poner Irupé o Itatí… muchos de los muchachos eran correntinos o
paraguayos.Yo hice una broma y dije ‘como esto es democrático le vamos aponer
Rosarina Linda porque quiero’. Todos se rieron pero les gustó. Y quedó nomás”,
señala.
El
predio tiene un aspecto de campiña en construcción. El telón es un collage
opaco hecho con los techos de las casitas de barrio Las Flores. Más acá, el
vasto terreno vacío. Desde la entrada, una gruta santoral antecede a una casa
de material. A un lado están el esqueleto de un vivero, una montaña de virutas
y ramas de la poda para hacer abono, un claro con rastrojos deliberadamente
puesto a secar para una futura siembra.
Hacia
el otro lado las parcelas delimitadas por botellas de plástico o apenas por
caminitos pelados. Por acá, alguien está reparando un tejido perimetral; más
allá, un muchacho que sembró garbanzos le pone cartones alrededor para espantar
a la maleza.
Siempre
es tiempo de las verduras de hojas (lechuga, rúcula, acelga) pero ya se viene
la época del pimiento, la berenjena, la calabacita, el maíz. Al final de este
invierno hubo diez personas trabajando la tierra. Algunos cosechan para el
consumo familiar, otros llevan sus productos para vender en las ferias. Hay
también quienes además de lo económico encuentran un refugio laboral que los
aleje de las adicciones.
“Todo el que quiere y necesite, puede sembrar y llevarse su verdura. Y también pueden llevarse mercadería. Además de lo que cada uno le pueda sacar a la huerta, buscamos que la gente tenga algo para hacer, para mantenerse ocupado. Pero sabemos que esto es sólo un paso. Hace falta trabajo. Puestos y cultura de trabajo. No hay que quedarse sentado esperando”, indica el huertero con tono político y voz de vecino.
En el ingreso, contra una pared, hay partes de un afiche despintado por los días. Las sonrisas electorales de los candidatos están desteñidas pero intactas.
Hay
un eufemismo para hablar de los intermediarios entre la política partidaria y
las necesidades de las personas que viven en las barriadas. En Rosario, si el
sujeto clave en ese enlace practica lealtades peronistas es “puntero”. Pero si,
en cambio, simpatiza con el socialismo se lo llama “referente barrial”.
Héctor
“El Gansito” Alarcón no le teme a esos encasillamientos, siempre y cuando “la
ayuda llegue a la gente”, dice.
“En el año 90 apareció un empleado
municipal que también trabajaba en convenio con el INTA, a través del programa
ProHuerta. Nos ofreció semillas para hacer quintas familiares. Era el ingeniero
Antonio Lattuca. Yo empecé con mi quintita en casa y repartí semillas a las
personas del barrio. Entonces me dijeron si quería ser promotor barrial como
voluntario”, cuenta Alarcón.
Después
le pidieron que haga una huerta demostrativa barrial “como para contagiar a la
gente”. Aquel comienzo tuvo lugar en San Martín y cortada León, al lado de
escuela San Martín de Porres, en Las Flores. Después nació Rosarina Linda.
“Salió
de la gente de la villa hacer esto. Éramos seis familias. Empezamos a traer
postes que tiraban en el basural y hacíamos cercos. Hasta que la municipalidad
nos empezó a dar alguna herramienta, algún rollo de alambre. También hubo un programa provincial que se
llamó Fortalecer. Llegamos a formar cooperativa, a tener personería jurídica.
Pero nunca pudimos avanzar”, recuerda.
Tropiezos que no fueron caída.
La
historia de la huerta y la vida de su mentor se parecen demasiado. Ambas tienen
eso de los tumbos, caer y levantarse, estar en el suelo y no aflojar porque hay
que ponerse de pie.
Rosarina Linda trabaja en red con la
parroquia del barrio, y no es casualidad.
Alarcón había ido una vez a
preguntar por lo de la Comunión y salió siendo catequista. En el medio pasaron
algunas cosas.
“Soy
devoto de la Virgen de itatí porque la iglesia me cambió la vida. Me sirvió
para ver lo que fui en su momento. Me di cuenta que estaba perdiendo a mi
familia por culpa del alcohol. No me avergüenza decirlo porque sé que es algo
que al contarlo le sirve a mucha gente que puede estar pasando por lo mismo
hoy”, sositene, y concluye “además el trabajo en la parroquia me hizo sentir
muy bien saber que podía ayudar a otros que estaban peor que yo”.
“La
experiencia me enseñó a sentir que casi todo se puede superar. A la gente trato
de transmitirle eso: algún día entre todos
vamos a salir del pozo”, augura como desde una tribuna electoral pero
con los pies llenos de barro.
Los
vidrios de la gruta le devuelven como un guiño el fulgor de las tres de la
tarde al sol de la hora de la siesta. La Virgen mira inmóvil y piadosa al otro
lado de San Martín que a esa altura ya es casi ruta: datrás del desfile de
camiones, colectivos interurbanos y autos, un terreno abandonado es disputado
por una laguna y un basural. Un destello del pasado del lugar, ahí adelante,
como para que nadie se olvide de lo que fue antes.
“Mirar
para atrás es tan importante como mirar para adelante”, es un poco el lema de
El Ganso. Caer y levantarse.
Un
mediodía, un guiso “sin carne”. Cuatro chicos ven el cucharón repartir pequeñas
porciones. Cuando se termina de servir el plato del último el primero ya lo
tiene vacío. No hay más. El padre reparte su porción entre los cuatro. La madre
hace lo mismo con la suya y poné la pava para tomar unos mates.
Cualquier
día, acaso poniendo el candado al portón cuando se está yendo, Alarcón puede
detenerse a mirar desde afuera la Rosarina Linda. Verá algo más que el milagro
de los alimentos que nacen de la tierra: sus nietos, sus hijos, su esposa, los amigos.
Su mejor cosecha.
HUERTEROS: EMERGENCIA Y VIGENCIA
Desde
la aparición y expansión de la agricultura urbana como política del estado
municipal, el desarrollo de las huertas y los sembrados fue desde el desparramo
incontrolable de espacios por la necesidad del momento al crecimiento sostenido
y ordenado, establecido en organizados espacios agroecológicos urbanos
repartidos estratégicamente en los distintos distritos de la ciudad, con la
creación en 2006 del programa municipal de Agricultura Urbana: una experiencia inédita
en la política pública latinoamericana y replicada luego a nivel continental.
El
plano de la ciudad de entonces y la de ahora es elocuente: en 2002, en el ojo
de la tormenta económica y social, llegó a haber más de 400 pequeñas huertas desperdigadas
por toda Rosario. Diez años después, el panorama es diferente.
Existen
hoy doce espacios definidos y específicos vinculados a este tipo de producción
orgánica de verduras, plantas aromáticas y flores, y entre ellos verdaderos
emprendimientos productivos consolidados. Además de Rosarina Linda de barrio
Las Flores, hay otros siete parques huertas –Molino Blanco y La Tablada,
también en el sur; Hogar Español, en el sudoeste; Bosque de los Constituyentes,
Los Horneritos y el Corredor Vías Verdes (en terrenos del ferrocarril) en zona
norte- que junto al vivero municipal de Lamadrid al 200 completan 20 hectáreas
en producción con suelo transformado con técnicas ecológicas.
Pero
en el avance de estas iniciativas hay que inscribir también el Banco de
Semillas de Vera Mujica y San Lorenzo,
dos agroindustrias de verduras y cosméticos y cuatro ferias en las plazas San
Martín, Alberdi, General López y en el Centro Municipal de Distrito Sur Rosa
Ziperovich, de Uriburu y Laprida.
Del
4 al 7 de octubre se celebra la octava Semana de la Agricultura Urbana y el
décimo aniversario de las Ferias de Productores. Se trata del trabajo de unos
280 huerteros encargados de abastecer anualmente con 90 mil kilos de verduras y
4 mil de aromáticas orgánicas (libre de agrotóxicos) a un mercado formal de más
de 400 consumidores sensibilizados que participan activamente.
Sin
embargo, la batalla principal tiene otro terreno: la educación.
La
noción y la práctica de la agricultura doméstica ciudadana ya echó raíces en
unas 40 escuelas y, a la vez, unos 100 jóvenes se forman actualmente en estas
técnicas.
Porque todo empieza en la semilla.
(Esta nota forma parte del Nº 93 de la revista Rosario Express de octubre de 2012, que a partir del miércoles 10 llega a los kioskos de la ciudad)
(Esta nota forma parte del Nº 93 de la revista Rosario Express de octubre de 2012, que a partir del miércoles 10 llega a los kioskos de la ciudad)
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