La sucesión de ocupaciones recalienta el bocho y el recreo se vuelve una necesidad imperiosa. En pocos otros sitios he encontrado enredadas en un baile pródigo a la calma y el frenesí, la evocación y la esperanza. En pocos sitios, decía, que no fuera el mar sonoro de un tango tocado por la inconfundible orquesta del Maestro.
De yapa, la entereza de un hombre inquebrantable al que la coherencia lo volvió estampita pagana. En vez de apretar las manos frente a ningún altar o imagen sacra, se recomienda soltar bajita la melodia y ofrendarle como única reverencia el cerrar los ojos. Vale marcar apenas el ritmo con la suela, y disfrutar, por sobre todas las cosas. Es opción del escuchante regresar después al mundo cotidiano en el que esperan los papeles del trabajo, las ventanas con nubes y el obstinado latido del reloj que ahora escupe su conteo aunado con el repiquetear de la lluvia.
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Este domingo 2 de diciembre, el enorme Osvaldo Pugliese hubiera cumplido 108 "pirulos" -como le gustaba decir a él. En medio del glamour y los despilfarros de todas las épocas, sigue apareciendo para siempre con su pasito lerdo hasta llegar al taburete frente al teclado. Lo vemos eternamente en el gesto de arrugar la nariz para sacudir los lentes levemente antes de entrar en trance ahí a un costado del resto de los músicos. Un laburante que para la ocasión le han puesto esmoquin y moño pero que al oirlo se le empiezan a ver las pantuflas de entrecasa, el overol, y el sudor de los que se levantan temprano.
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