Escribe: Joaquín Castellanos
Fotos: Leonardo Vincenti
Flota
en el aire la alegría de una tarantela enredada en el reflexivo violín de un
tango al que sacuden una repetición rabiosa de palmas de un tablao flamenco. Es
apenas un rincón del predio, a la salida de un baño químico, entre el escenario
principal y La Fluvial. Y es también un resumen violento pero eficaz no sólo de
lo que es la fiesta más popular de Rosario sino de lo que somos los que vivimos
en esta ciudad.
Acaso
por eso, en parte, Colectividades esté orillando las tres décadas y siga
adelante, consolidada como una expresión genuina que camina a la par -nobleza
obliga- del éxito comercial sin el que no podría haber cumplido ni tres años.
Como
cada noviembre, el Monumento la mira compasivo y acostumbrado. Los autos ya no
transitan por ese largo trecho de avenida Belgrano que se volvió peatonal desde que el sol empezó a amenazar
con apagarse y, en compensación, se fueron encendiendo los fuegos de las
parrillas y las hornallas de los casi 40 stands.
La
idea es ir por quienes, más allá del colorido y la algarabía de la celebración,
justifican con sus vivencias el perfil del inmigrante que se incorporó a la
ciudad para siempre. No
es por el lado de la boina con los colores de la bandera, ni por el brillo
del kimono o las trenzas montañesas. No
está en la cerveza y el chucrut. Menos en el shawarma fileteado por un muchacho
que lleva turbante. Lo pintoresco y la evocación más pura se debaten en cada
rincón de la feria. Pero el camino a los verdaderos homenajeados está por otro
lado. Las fachadas son bienintencionadas caricaturas que solo quieren exagerar
las particularidades para atraer a los paseantes.
En
todos los casos, los reales protagonistas de la fiesta están del segundo plano
hacia atrás, perdidos tras bambalinas, paralelos a los trajes típicos, la
gastronomía étnica y los fuegos artificiales.
UNA MATRIOSKA JUNTO AL PARANÁ
Como
una artista que se prepara para dar su show, Tamara Shmagin está en una barraca
cerrada al público porque todavía es temprano. Trae puesta una manta floreada y
una muñeca rusa bordada en un delantal. Lo curioso es que aún si no llevara esa
indumentaria, si tampoco estuviesen alrededor las antiguas fotos familiares de
los primeros cosacos que llegaron a Rosario o no asomaran desde un póster las
típicas cúpulas acebolladas de las iglesias ortodoxas moscovitas, bastaría
escucharla hablar para arriesgar sobre su procedencia.
“Me
marido me trajo engañada, me dijo que las vacas andaban por la calle”, dice,
remarcando las eres como erres, como en los malos doblajes al castellano de las
películas holliwoodenses de la guerra fría.
Hace
más de cuarenta años que llegó a Rosario decidida a acompañar a su marido
argentino a quien conoció en Rusia cuando él fue a estudiar allá. La idea era
probar, conocer ese lugar exótico del que había escuchado tanto y leído, y que
conocía además “por las películas de Lolita Torres”: si le gustaba se podría
quedar un poco para ver qué pasaba y si no se volvería a su casa.
La
primera impresión de la ciudad fue de fascinación: llegó en pleno corso, en el
‘71, y no podía creer que fueran las 11 de la noche y hubiese tanta gente en la
calle, y que fueran las 3 de la mañana, en el regreso a la casa, y todos
siguieran bailando como si nada.
“Tenía
28 años. Pero ahora tengo 70 y me sigue asombrando todavía ver, por ejemplo,
una verdulería en la calle con 50 colores… no lo puedo creer porque allá, con
el invierno crudo que dura de seis a ocho meses, eso no se ve…”, explica.
La
primera morada rosarina del matrimonio y su pequeña hija –también nacida en
Rusia- fue una vivienda de familiares en Salta e Italia, “una pensión como se
acostumbraba entonces”. Hasta que cinco años más tarde pudieron comprar algo
propio y “hasta pudimos volver a mi amado país”, cuenta. “Pero ya fuimos sólo
de visita. Dicen que el campesino con su terreno y su vaca ya no se va más a
ningún otro lado, así que nosotros acá con nuestro techito ya nos quedamos para
siempre”, relata.
El
acercamiento a la Biblioteca Cultural Rusa Alejandro Pushkin fue otra historia.
A su llegada el sitio no funcionaba y había estado cerrado durante 40 años.
“Nos acercamos, buscando siempre paisanos, y encontramos gente de Lituania, y aparecieron referencias: ‘este creo que es
ucraniano’, ‘aquel es bielorruso’. Así nos fuimos juntando”, rememora Tamara,
cuyo marido es hoy el presidente de la institución que hace ya 26 años que
participa de Colectividades.
Ahora
se levanta el telón de la barraca y la gente puede acercarse a preguntar. La
mujer muestra las fotos en blanco y negro de los que llegaron primero, y la
hace una aclaración a este cronista: “ellos vinieron en barco, no como yo que
ya vine en avión”.
UNA ROSARINA QUE NACIÓ EN OKINAWA
En
el área gastronómica de Japón huele a sopa. Desde la cocina que está en la
trastienda, limpiándose las manos en un repasador, llegará a nuestro
encuentro Katsuko Miyashiro de Shinoma,
más conocida por todos en la colectividad con el apodo de Kachán (“mamita”, en
castellano).
“Es
un poco la mamá de todos nosotros”, había explicado la encargada de la cocina
cuando la llamó por su sobrenombre nipón y se sintió obligada a la
traducción.
Kachán
es toda sonrisa, muy a pesar de su historia o acaso precisamente por eso, por haberse escapado de aquel destino por una
pelea de otros que la tuvo como protagonista. Nació hace casi ochenta años en
Okinawa, y cuando ella cumplió los 7, su padre debió irse a trabajar a
Filipinas por lo que toda la familia se fue con él. Eran los días de la ocupación
japonesa de esas islas del pacífico, en el Sureste Asiático. Cuatro años
después estallaría la Segunda Guerra mundial. Ella nunca más volvería a ver a
su padre, alistado en el ejército, y perdería además a otros seres queridos entre bombardeos y padecimientos
que dejara el paso del conflicto bélico.
Todo
lo cuenta Kachán en un esforzado español, a pesar que hace 60 años que vive en
Rosario. Pero lo hondo de su relato no necesita demasiado de la sintaxis o la
pronunciación. Mirar sus ojos y sentir el clamor de su voz, comunican con una
certeza que envidiaría el mejor locutor.
Revive
momentos en que el hambre arrasaba con todo, “viejitos, mamás y nenes, ¿qué
culpa tenían de la guerra?”, se pregunta. Y desanda los tiempos en los que
salía a robar comida y tuvo que aprender a pescar con lanza. Es un desandar
que, asegura, tiene su versión actual en la ciudad. “Ahora cuando veo que anda
un chico, hasta un perrito flaquito, voy a casa, hago comida y le llevo”,
sostiene. “Hay gente que me dice ‘¿cómo le vas a dar?’. Y yo pasé hambre y sé
lo que es eso”, alega.
De
pronto, nos lleva de nuevo a su Okinawa natal para contar su regreso a esa isla
a los 14 años de edad. Allí se casaría a los 18.
“Mi
marido primero llegó acá. Después me llamó y vine. Llegué el 10 de marzo de
1953. Tenía 19 años”, recuerda.
Su
suegro vivía en San Luis 1952 y allí puso su tintorería. Después empezarían a
llegar los amigos y los parientes.
“Al
principio, pensaba en Japón y lloraba, pensaba en Japón y lloraba… pero después
tuve chicos y con tanto trabajo un poco me olvidaba”, dice y la sonrisa se le
enciende otra vez.
“Me
acostumbre a Rosario. Tengo hermanos en Puerto San Martín, en Gaboto”, señala.
La
inmigración es una moneda de dos caras. Tanto por la nostalgia del desarraigo y
la dicha de la nueva vida, como por el ir y venir que marca en distintas
generaciones de una misma familia. “Mi hijo nació en Rosario y hace 20 años que
está en Japón. Ahora vino a visitarme. Y la que se quiere ir es mi nieta: tiene
17 años y es una mezcla –se ríe a carcajadas-: hija de japonesa y alemán. Mitad
y mitad”, no para de reírse, Kachán.
“Acá
es lindo país –dice y señala a la marabunta de gente que ya está recorriendo el predio-, tan lindo país… y algunos se
quejan”, plantea, con una sonrisa pintada en el rostro que ahora rebalsa de
sabiduría.
LA SIGNORA DELLA PIZZA SFOGLIATTA
Por
encima de los anteojos, mientras gira la manivela de la máquina de la pasta,
otea el panorama de clientes y curiosos. Es una inconfundible señora abocada a
las tareas culinarias de su región, puesta a la vista del público a preparar un
plato típico de la región del Lazio.
“Se
le pone huevo, un poco de aceite y sal a la harina. Es la misma masa de los
fideos. Lleva pasta de chorizo y después se mete al horno”, traduce alguien a
una interesada en la receta.
Mariángela
Ferreri de Tempesta no habla en cocoliche: lo hace directamente en italiano. Está
preparando pizza sfogliatta, una
especie de arrollado del que, aseguran en el entorno, puede contar algunos
ingredientes o los pasos básicos, pero jamás va a revelar cómo lo hace.
Nació
en Corvaro, provincia de Rieti. Y aunque llegó a Rosario a finales de la década
del ’50, no dice una palabra en español. Primero se había venido su marido, que
ya tenía familia acá, y ella vino después.
“A
mí me piace la Argentina”, confiesa, y vuelve a embadurnarse las manos con la
carne de chancho que restregará en la masa.
José
Luis Di Mauro es el presidente del Centro Laziale y se ofrece para aportar
datos sobre el asunto: “hay varias camadas de inmigración en la colectividad,
pero hay dos que se destacan más: una que vino entre los finales de 1900 y
hasta el ’30, y la última masiva es la de la postguerra. Estos inmigrantes, son
un poco los referentes por su perfil en la colectividad, septuagenarios que han
llegado corridos por la pobreza. Los paisanos –italianos ya radicados acá- los
fueron trayendo al resto y ubicando. La mayoría de los que llegaron de región
del Lazio eran campesinos y muy pocos de la zona central, de Roma. Lo que
hicieron fue trabajar la tierra, otros los frigoríficos, y otros probaron con
la construcción. Pero hoy hay de todo: metalúrgicos, taxistas, amas de casa, modistas.
De todo. Son personas que se integraron sin mayores inconvenientes”, explica.
“Mia
madre mi ha detto…”, empieza Mariángela su enunciado. Alguien traduce que la
mamá le solía decir que si ella se quedaba dos años más en Italia, no hubiera
hecho falta que se viniera a Argentina. Pero se vino y aquí vivió más años que
en su suelo natal. Al menos como profundo consuelo le queda el haber siguido
viviendo en su idioma materno. La distancia es una lengua ilegible para el
alma.
“Tome”,
me parece entender que me dice, y me da la mujer dos porciones de lo que ha
preparado. “Pruébelo y después me cuenta”, adivino que me desafía con ternura de abuela,
INMIGRANTES DE AYER, DE HOY Y DE SIEMPRE
Colectividades está impregnada de pasado y nostalgia pero nunca escapa del presente y siempre filtra referencias muy actuales de los pagos lejanos y añorados. Este año la nota insoslayable fue la crisis europea que puso a las comunidades inmigrantes locales al otro lado de la ayuda histórica que siempre les han tendido los gobiernos de los pueblos de origen, ahora necesitados de cooperación. Principalmente las colectividades italianas y españolas se destacan posibles nexos entre aquellos que buscan desde el viejo continente nuevos horizontes para trabajar o estudiar. En algunos casos, aunque prefieren todavía no darlo a conocer, se están desarrollando acuerdos con familias, empresas e instituciones de la ciudad para facilitar la llegada de sus paisanos.
Un ejemplo muy gráfico del reflejo de la coyuntura política mundial es el del espacio de Catalunya en la feria donde una gigantografía muestra las recientes marchas de Barcelona por la independencia. Pero de la puesta al día no escapa tampoco el olimpo de los ídolos: en otro sector se ha reemplazado al sempiterno Joan Manuel Serrat para poner a un rozagante Lionel Messi con la camiseta blaugrana.
LA VUELTA AL MUNDO EN 80 METROS
Para
entender la magnitud de la mixtura que yace en la sociedad rosarina basta
recorrer atentos el parque durante la feria. En el lugar menos pensado las
historias de inmigrantes tuercen la mano de lo prefabricado para la ocasión en
la pulseada de Colectividades.
Un
hombre vende sus artesanías de madera dentro del stand de Alemania.
_
Yo nací en Alemania pero vivo acá hace 27 años. La culpa es de las mujeres.
_ ¿Se vino siguiendo
una pollera?
_
Exacto. Y tengo dos hijas: una de 32 y otra de 30. Ya estoy por ser abuelo.
Más
allá, un hombre revuelve la paella detrás de un mostrador con los colores de
Catalunya. Tiene los ojos clarísimos y la piel como la nieve. Es descendiente
de croatas pero está casado con una integrante del Centré Catalá y para la
celebración siempre ha trabajado en ese puesto.
“La
sangre se fue licuando, ya hay tercera o cuarta generación”, sostienen desde la
Sociedad Libanesa.
Los
empleados de casi todos los stands, en su mayoría, son hijos, nietos y
hasta
bisnietos
de inmigrantes. “Es una forma de preservar las costumbres sin olvidar que somos
argentinos”, dicen.
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