Al Flaco Pissoti lo conocí cuando era piba. Vivía al lado de Paola, la gringuita que supo ser compañera mía en los asaltos, de chico. Linda era... no, el flaco Pissoti no. Paola era linda piba. Rubiecita -pero no de esas rubias palidonas, transparentes- mas bien trigueña… el pelo clarito y unos ojos de muñeca que ahora no me acuerdo si eran azules o verdes. Me vivía regalando boludeces... qué sé yo, ponéle un portarretrato, una tarjetita, no sé, un póster de Amigos son los amigos, me acuerdo.
Te hablo de cuando éramos noviecitos o algo sí. Estábamos juntos sin que nadie lo confirmara del todo. Nada formal: si había un cumpleaños o un baile de la escuela, no hacía falta decir ni hacer nada: Paola bailaba conmigo. Con el tiempo hasta fue entrar juntos para que el turquito Abdala se retorciera de envidia y los pibes de la barra se sintieran orgullosos de mí. Pero la verdad es que no había gran beneficio, eh. Cuanto mucho era sentirla recostarse un poquito sobre el hombro durante un tema de Lerner o de Bon Jovi... Y de ahí no pasaba. Vos me vas a decir que éramos bastante pelotudos pero con eso uno se conformaba. Mirá, si me apuras, me parece acordarme que una vez nos besamos -pero un segundo, un relámpago de beso, nomás- y sabés que si me pongo a hacer memoria te digo que no tengo la certeza. Y me da más la impresión que el beso ése me lo inventé y me acuerdo del invento para no pasar por tan boludo... Pero eran otros tiempos ¿viste? Ahora los pibes, si te descuidás, debutan antes de aprenderse la tabla del 2.
Y el Flaco Pissoti -te decía- vivía pegadito a la casa de la Pao. Y yo me acuerdo patente que de chiquita, el Flaco, tenía aspecto de nena; vos no podías sospechar nada raro de una criatura que acunaba con pasión a un bebé de Yolibel y en el zarandeo se le sacudían las colitas como a cualquier hija de vecina. Nada, una nena. Te hablo de -a ver, dejáme sacar la cuenta...-, yo habré tenido quince y la gringa Paola, no sé, trece, catorce; bueno, el Flaco debe haber tenido fácil diez. Y a los diez años decíme si no se te va a notar ¿me entendés? Bueno, al flaco no se le notaba.
Y, mirá, no te quiero macanear, pero dicen que de la noche a la mañana, zas, apareció un día con el pelo cortito y chau tu nena.
Chau tu nena. Chau.
Son cosas hormonales, qué se yo.
En un primer momento era un poco la típica marimacho pero hasta ahí nomás. Casi ni se agarraba a las piñas y con diplomacia las maestras de escuela y los padres del barrio todavía le regalaban figuritas de Saraquei, algún que otro vestidito bobo, hebillitas para el pelo. Y según cuentan, -porque el Flaco era, como te dije, más chico que nosotros y mucha bola no le dábamos- dicen que de a poquito, firme a sus convicciones, se enfiló para el lado que le pareció mejor.
¿Que yo me acuerde así con detalles que me hubiera llamado la atención? Si te digo, te miento. Lo que pudo haber salido de lo común fue lo del torneo de fútbol de la secundaria. Pero no pasó a mayores. Los de los otros cursos nos vinieron a tirar la bronca a medida que pasaban los partidos pero ninguno se animó a venir de arranque a impedirle la inscripción. Y nosotros, que lo único que nos importaba era la guita para el viaje de estudios, éramos capaces de anotar hasta una vieja en silla de ruedas con tal que pusiera la platita. Y así fue: no te voy a decir que jugó mejor que el Garza de 4º “A” o que el pibito Rojas de uno de los 3º… pero que se destacó, eso te lo firmo. Y no quedó goleador porque ese año jugaba todavía el Chavo Pereira. Mirá, te lo cuento y me convenzo que era uno más, el Flaco.
Después, una vez que empecé a laburar en el Patio de Comidas del hipermercado, como mucho no anduve en el barrio, le perdí el rastro. A veces escuchaba hablar de él en algún asado, no sé, o me lo encontraba a alguno de los pibes en el bondi. Uno se mantiene al tanto de ciertas cosas que pasan, y bueno, supe que el Flaco se había ido a España, que le estaba yendo bien, no sé.
Por eso -te contaba- me llamó la atención encontrármelo en la cancha. Bronceado, el tipo; una chomba de la putamadre; los anteojos de sol de primera enganchados en la mollera. Una pinta terrible, un dandy. Una mano en el bolsillo del vaquero y la otra acomodándole el flequillo permanentemente. Y lo más lindo es que me reconoció -tranquilamente se pudo haber hecho el oso, qué sé yo, una persona de mundo, elegante, ¿qué se tiene que acordar de un croto como yo? Se acercó con una alegría que se le salían los ojos, sorprendido. Vino, me abrazó fuerte, como si estuviese saludando a alguien famoso, ¿viste? Con un respeto y una reverencia que yo pensé que si algún barra se percataba estábamos listos…
No te voy a negar que un poco me hice el gil apenas se me arrimó. Pero me quedé en el molde porque tampoco fue falso ni desconsiderado. Me pereció que era la contentura genuina de un encuentro después de tanto tiempo. Imagináte, los más grandes éramos como héroes para esos chicos… Además, bien se podría haber puesto pesado, desubicado, en medio del partido ¿me entendés? Para nada. Siguió mirando y me dejó mirar por lo menos hasta el entretiempo en que nos fuimos a comer un choripán.
Yo lo miraba y no lo podía creer. A mí un poco también me sorprendió verlo así, después de añares… Pidió el frasco de mayonesa y mientras pintaba el sánguche de amarillo me contó lo lindo que es Barcelona, la ventaja de arrancar de cero en otro lado, su apetencia por las minas ésas que los tipos no nos animamos a encarar de tan buenas que están y que él, en cambio, aprovechando su intuición femenina, sabía por dónde llegarles... Mirá, nos cagamos de risa. Después me pidió disculpas por hablar tanto al pedo, dijo, y no dejarme decir nada. Me preguntó qué era de mi vida, si seguía jugando al fútbol -¡el tipo se acordaba que yo jugaba de ocho!. Un ñorse.
Quiso saber cómo andaban mis viejos, mi hermana Alicia... y ahí me tomé el atrevimiento de hacerle una joda: “No te la querrás levantar, guacho”, le dije; y él, siempre respetuoso, serio y con una convicción envidiable me aclaró “No, che, si estoy de novio”.
Yo, sinceramente, me puse contento por él apenas me lo dijo; pero enseguida empecé a notar algo extraño. No sé si en cómo empezó a apretarse los dedos o en la manera de perder la mirada en lo que comía, en los carteles o en las paredes despintadas. Entonces, así sin pensarlo, no sé si preguntando o como un firme e inconciente deseo, dije: “Una gallega”.
El flaco Pissoti se puso –más esquivo que antes- a mirar el techo, la parte de abajo de la bandeja superior del estadio. Con ese mínimo gesto me había empezado a explicar las cosas involuntariamente. “¿Vos te acordás de Paola, mi vecina?”, me dijo con la voz aflautada, casi imperceptible, desinflándose.
Te juro que no sé el tiempo que hacía que no sabía nada de la gringa. Pero, no te macaneo, me dolió como si recién la hubiera dejado en la puerta de la casa. Y me quemaba en la mejilla el beso de despedida que capaz que nunca existió.
La imagen que tengo es la de mi mano apretando un manojo de servilletas de papel para limpiarme los dedos como si en vez de sacarme savora me limpiara las ganas de romperle la cabeza. El Flaco, en ese momento, no esperaba una respuesta porque la sabía antes de preguntarme nada. Y ahí se me complicó todo: se le dibujaron en la cara no sólo los rasgos de la nena que había sido, sino mil gestos de mina que está en falta, ¿viste? Entonces levantó un poco las cejas como dos líneas finitas que estaban por romperse y cabeceó el aire, avergonzadamente, en dirección a la cancha.
Enseguida todos, inclusive Andrea Pissoti, trotaron a reubicarse para ver el segundo tiempo.
Yo me quedé un rato masticando el hielo de la Coca, aguantando las miradas pesadas de un choripanero, su ayudante y unos cuantos policías.
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