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RALITISHOU


La primera secuencia arranca desde el fondo. Desde los cinco asientos del fondo, del final del pasillo. Vamos a ponerle unos ocho/nueve segundos: lo que demore el protagonista en subir los tres escalones de la puerta de adelante y se pare detrás del hombre de camisa celeste. Ahí el colectivo vuelve a moverse pero nosotros lo detenemos: que se congele la imagen. Y ponemos ahora la vista desde adelante. Desde abajo de la inscripción de “El Detalle”, bien en el centro del marco superior del amplio parabrisas; ahí, entre los nombres de los hijos del colectivero -Milton y Joana-; encima del dibujo del Cristo de brazos abiertos y túnica inmaculada, cruzada por una banda roja, subrayado por el dato certero que hace saber que se está viajando en el coche treintisiete.
Pero, claro, como no hay movimiento por unos segundos, es como si viéramos una foto que tiene en primer plano los ojos del colectivero enfocados hacia arriba y adelante -acordémonos que lo está mirando al otro por el espejo, ahí atrás, prendido con los dedos a esa goma negra enroscada en el caño del respaldar del asiento. Más atrás, difusa por ahora, la postal de los pasajeros. Que no sean muchos, eh, lo suficiente como para que no haya nadie parado que ensucie la imagen ni tanto asiento vacío. Todos tienen que darse cuenta, aunque todavía no haya a detalles, que la gente que se filtra por los costados del ancho cuerpo del protagonista refieren desidia, asombro, cansancio y otras sensaciones que despierta la irrupción de un vendedor ambulante. Por supuesto lo que más debe llamar la atención es que una franja vertical de remera roja asoma desde debajo de una anacrónica campera azul desabrochada (acaso el cierre no funcione) con las tres tiras blancas amarillentas al dorso de cada brazo, del puño al cuello. Como un contraste necesario, el tronco estará atravesado en banderola por una tira negra que, adivinamos, sostiene colgante un pequeño bolso deportivo del mismo color.
Todavía sin movimiento alguno se va cerrando el cuadro de a poco hasta quedarse plenamente con la cara del vendedor. Vemos que es una cara redonda como una torta, la piel de sombra, los ojos de un marrón oscuro intenso chispeados por el brillo líquido que usa a veces la tristeza.
Tiene la nariz respingada pero chiquita, como que es de otra cara y alguien la puso ahí con la mano, como que la cara le queda grande a esa nariz. La boca de labios finos y estirados, dos líneas horizontales encimadas tendiendo a elevarse en los extremos.
Entonces podríamos, ahora sí, soltar un poco la imagen. Movimiento. Volver a abrir el cuadro hasta meter a los pasajeros y al que maneja -esta vez que se le vea la cara entera al chofer pero con la mirada recta hacia adelante- para incluir algún bocinazo -porque hasta ahora venía todo en absoluto silencio, un vacío largo como corresponde al cine argentino; para confundir, más que nada, para que no se sepa todavía muy bien de qué se trata-, algún motor, ruidos de la calle. Vida urbana, bien real. Todo poco antes de que el que subió último deslice un comentario cualquiera que por supuesto nadie va a oir.
Después Farías –ah, porque previamente, no sé si con una plaza o con una voz en off, hay que hacer saber que el tipo se llama Juan Marcelo Farías y tiene cincuenta años. No sé si es necesario contar que tiene cuatro pibes y una mujer flaca a la que le gusta Sandro, o que el tipo laburó muchos años en la John Deere (más de quince años) fabricando tantos tractores que se le pasó la vida y ahora se da cuenta que es lo único que sabe hacer. Y si es obvio es que es un desocupado también la gente se puede imaginar que hizo churros para zafar un tiempo y que probó de sereno en una cochera del barrio pero todo duró poco y se dejó la barba y después se afeitó y se puso con esto.
Tranquilamente podemos empezar a suponer que el espectador medio entenderá que Farías no está del todo feliz de hacer en los pasillos de los coches del transporte público su función circense-comercial, y que pese a todo ahora se da vuelta con la plasticidad que tiene un artista de experiencia cuando se sube al escenario. Queda de espaldas al parabrisas y a la espalda del chofer, de frente a su público. Y ahí tenemos que detener otra vez la imagen; otra foto. Otra vez la cara congelada: es un actor y disfraza sus gestos y su voz, imposta con naturalidad una simpatía incoherente pero agradable y nadie se da cuenta que subirse a los colectivos así no es lo que más le gusta. En el fondo no sabe si culpar por su situación a los que lo echaron del trabajo, a los que gobernaban el país por entonces, a los pasajeros que lo miran como si viniera de otro planeta o a los que ni siquiera lo miran.
El asunto es que ahora, tras el ratito de retrato, tendríamos que empezar con otra dinámica. Y no le erraríamos si recorremos una serie de colección de oro de los arquetipos de pasajero-modelo, aprovechando los personajes que se escapaban de los costados de la campera azul de Farías. Hay que dedicarle unos segundos a cada uno. Por ejemplo, empezando por la señora gorda del primer asiento de a dos, con la mirada puesta a propósito lejos del vendedor y la nariz arrugada denotando incomodidad e imposibilidad de soluciones para el caso. Después su vecino de atrás que se muestra interesado en el hombre que intenta centrar la atención de los viajeros metropolitanos y lo oye respetuosamente aunque no hundirá su mano en los bolsillos deshabitados porque tiene justo para la vuelta. Seguido del estudiante que advierte la mala dicción de Farías y se ríe de la ropa de Farías y se pregunta, mientras lo escucha, si él terminará como Farías. También la piba que lee a Danielle Steel con fruición y nunca sabrá qué ocurrió a su alrededor. Y no hay que olvidarse del señor de traje gris que se persignó unas cuadras atrás y ahora blasfema mentalmente a este vago de mierda. Ni de la viejita que le va a dar cuarenta y cinco centavos a ese chico que le recuerda mucho a su sobrino el Antonio que hace mucho que no la visita. Tampoco de la señora de jogging gris y anteojos ahumados que no ve la hora de llegar al Parque Alem para empezar a trotar y solo de rebota piensa en ese pobre muchacho.
Se nos va a hacer inevitable entonces volver a la toma del principio: desde el fondo del colectivo. Pero ahora sería conveniente que la vista fuera desde una altura mayor, digamos desde la manija que acciona la salida de emergencia en caso de incendio, ahí atrás, arriba. Y desde ahí, como una panorámica, la perspectiva hacia el comienzo del pasillo: pegadito, casi apoyado, a la máquina de las tarjetas magnéticas está Farías. Se impone otra vez el primer plano: es el rito inicial y parece un sacerdote que se apronta a dar misa.
Es hora de poner algo alusivo, como ser un bandoneón (tiene que ser solo porque es más tristón), algún tango ignoto o por lo menos no demasiado conocido. Ahí se tiene que ver otra vez muy claramente el rostro -si es necesario cerrar más el cuadro, lo cerramos-, la caripela del Mono Farías, que no deja lugar a dudas, que confirma que se caga en todos esos tipos que se deben estar cagando en él. La torta de la cara de Farías -ahora en un primerísimo primer plano- peleando esforzadamente por esconder lo que realmente piensa sobre los señores pasajeros (“forros de mierda”) tengan muy pero muy buenas tardes -de más está decir que la imagen ya está en movimiento, debe notarse que el vehículo da un corcovo a la salida de un semáforo- (“¡estoy acá, miráme, hijodemilputas!”), la voz de Farías cortando melodiosamente el fondo musical del fueye, con el debido respeto que todos ustedes se merecen...

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