Y mientras la opresión se las sigue ingeniando para disfrazarse de muchas cosas, el interminable trovador continúa con su arma encordada, con una pata en la silla, solo, debajo de una lucecita que lo baña; acribillando de poesía a los necios. En la oscuridad que lo escolta se presienten cientos, miles, millones de personas: algunos ni siquiera lo escuchan ni saben que ellos mismos viven dentro del ancho ombligo del madero melodioso que antepone entre su persona y el público.
Paco Ibañez susurra pero no deja de decir con firmeza -gritar nunca, le convido Yupanqui, "porque el que se larga a los gritos no escucha su propio canto". Su canción es una áspera pero dulce gárgara que alivia los pesares contemporáneos: los versos de selectos vates se revuelven en la garganta, tironeados para adentro por su corazón de casi ocho décadas y los oídos predispuestos o casuales que den con su trova.
Quevedo; Neruda, Alfonsina Storni, Nicolás Guillén y Góngora; Goytisolo, Lorca y Machado; Gabriel Celaya, Atahualpa Yupanqui y él mismo. El escenario que parecía grande, canción tras canción le va quedando chico.
Sin complot pero con andar sistematizado, el desencanto suele andar por el mundo cambiando sus caras, su voz, su estrategia. Paco Ibañez es un eterno contrapunto, poesía en mano, un ajedrez ajeno a la revolución tecnológica y los fuegos de artificio: va de negro: camisa, pantalón, zapatos; la melena bohemia deshecha por el eco de su canto. La canción inoxidable persiste en los tiempos en que Verne, Asimov y Bradbury soñaron que seríamos robots. Acaso a quienes asistieron al Parque España rosarino para verlo anoche, hoy les cueste volver al mundo habitual de números, puteada vacía y noticiero. Tal vez les retumbe en el amanecer el rasguido final de cada canción. Y Paco -cien, mil veces en sus mentes de nuevo día-, Paco dé ese característico paso hacia atrás y levante la guitarra como a un trofeo.
Esa imagen, esa cosquilla o brisa o alarma, será suficiente para mantener el caprichoso equilibrio del universo.
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