Supongamos que no sé quién fue Néstor Kirchner. Que lo que conozco de él es una conclusión apresurada del compendio de los dardos y las flores que le apuntaron todo este tiempo. Que la impresión personal que tengo es una remota construcción de lo que realmente fue. Sé que hoy, en medio de este cortejo fúnebre transmitido en vivo por todas las formas de comunicación posible, no es el mejor momento para intentar saberlo. Y que si la muerte de un hombre cualquiera, para los que quedan, es el cristal más distorsionador que hay (porque la vida también lo es); ni hablar en este caso.
Si la hipocresía, la invención de la memoria y la desnudez argumental son los primeros en llegar a todos los velorios, en los sepelios políticos son ellos los que acomodan puntillosamente la mortaja.
Murió el mayor líder nacional en los últimos 20 años –me parece que para reconocerlo no debería hacer falta adherir o no a sus ideas.
Nace (a la par de la figura definitiva de Raúl Alfonsin) el símbolo que completa el ara del pasado inmediato en el que deberían abrevar los políticos argentinos a la hora de repensar el país con grandeza.
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