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REDISTRIBUCIÓN DE LA POBREZA



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Las estadísticas de todo el mundo miden la pobreza, la indigencia y las carencias pero no la holgura económica, el confort, lo que sobra. Los censos informan cuántas personas somos, cuántos varones y cuántas mujeres, cuántos ancianos y cuántos aborígenes. Nunca cuántos ricos.
Cuando se habla de la Rosario que no se muestra generalmente, como una revelación que desbarata al progreso aparente, se hace referencia a toda esa población que malvive (muy) afuera del microcentro, en lo que la pulcritud de los cómputos llama “periferia” y la esterilidad literaria prefiere decirle “suburbio”.
Pero, ¿es necesario salir de las cinco o seis cuadras centrales de la ciudad para encontrar las ciudades que somos? Al contrario, es ahí donde conviven asombrosamente los extremos dependientes, las necesarias diferencias, el equilibrio perfecto que hace que todos los días el sol salga desde atrás del Monumento a la Bandera y se ponga más allá de Plaza Pringles.

2
Cierta vez estuve de paso en un lujoso piso del pupo mismo de la ciudad (por las ventanas pude ver por primera vez, tet a tet, en toda su dimensión, el edificio de la Bolsa de Comercio). Aquel fastuoso hogar era propiedad de un excéntrico anticuario que criaba a un añoso papagayo multicolor como si fuera un hijo suyo, el auténtico príncipe heredero de su fortuna.
Apenas nos vimos, el hombre había hecho todos los rodeos posibles por atenderme en la puerta del edificio. Pero cuando se convenció de que no había riesgos mayores en mi inocente consulta periodística del momento, no sólo me hizo pasar: durante unos veinte minutos me mostró sus reliquias más preciadas, sus muebles de incalculable lujo y valor, y hasta una colección (también invaluable) de jarras de cerveza de porcelana de no sé dónde.
Por un momento su cara apergaminada se ausentó de la sala donde finalizamos el paseo por su orgullo, y me ganó la tentación. No la de transferir sin permiso a mi bolso uno de esos tazones delicados que imaginé desbordado por la espuma, sino la de asomarme a su balcón.
— ¿Vio? Es insoportable –me dijo el adinerado y extravagante clon de Cadícamo. Nunca supe si fue una confesión sincera o un sarcasmo. Pero con la particular postal aérea del paseo central en invierno a las cinco de la tarde, no pude menos que inclinarme por lo segundo.
Al salir después a la calle supe que nunca volvería a saber nada de aquel señor del que ni siquiera conocí su nombre, aunque tuve la certeza de que cada vez que pasara por abajo de sus ventanas volvería aquella sensación que me espabiló en su casa. El gozo clandestino del acaudalado que es algo así como una ostentación reprimida e inconveniente que se esconde atrás de las paredes.

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La armoniosa convivencia de los opuestos es increíble.
Lo empírico abarca seiscientos metros sobre las baldosas recién cambiadas de la peatonal Córdoba, yendo siempre hacia el lado del río.
Con atención, lápiz y papel en mano y un amor incondicional hacia los sondeos y los cálculos usted podrá comprobar que por cada cinco bolsas de papel con manijas, hay una cajita de zapatos vacía rodeada de un mendigo. Así como por cada cuadra en la que desfila el cardumen frenético del consumo, hay por lo menos dos estáticos vendedores ambulantes con sus mesas plagadas de discos truchos y sus torres llenas de portacelulares.
De esquina a esquina hay para el transeúnte el confort de al menos dos tachos de basura, un puesto de flores, uno de diarios y un artista callejero. Todo es dar o recibir y nada se mueve en las veredas sin el motor de la oferta y la demanda en cualquiera de sus prácticas presentaciones.

4
Para peor hay que reconocer que ya ni siquiera ese fantasmal grupo que conocemos por “los ricos” tiene la exclusiva culpa de las carencias ajenas. La dignidad, pobre, aquel emblema de la resistencia de los más humildes, ha perdido un importante número de afiliados en cumplimiento del deber.
Para todos por igual, hasta en su expresión más inocente, la descarnada carrera cotidiana por generar ganancias da la razón al precepto trovarrosarino de los gruesos billetes por encima de la poética ilusión de que la vida era una moneda.
Hay algo que es más hondo todavía que la mentada distancia que separa a los dos extremos de la soga económica; resulta imperiosa la necesidad de que inclusive entre pobres habría que hacer un nuevo reparto de la pobreza.
No siempre todo lo que uno tiene de más lo tiene otro de menos. Hoy es más usual que lo que uno tiene de menos, el otro también lo tenga de menos. Porque ambos quieren tener más.
— ¿Es cierto –me pregunta alguien que conoce de mi debilidad por las estadísticas– que la exacta cifra de dinero que (ahora) cuestan dos tarjetas de colectivo para toda la semana del laburante (cualquiera sea su cucha o pedigree) equivale a la mitad de lo recaudado en tres horas por un cuidacoches o un abrepuertas de taxis del microcentro?
Aún sin sacar la cuenta pertinente me veo en la obligación de contestarle que sí.
Es una realidad que no quiere decir que el que tiene mucho sea inocente o haya dejado milagrosamente de ser mezquino.
Basta con seguir relojeando el mundo inmediato que sigue andando encima de la rúa prohibida para vehículos a la altura de su intersección con Sarmiento: a lo nómade del hambre le corresponde siempre su mismo porcentaje de vaho estancado sobre las ollas de los restaurantes, así como cada boutique tiene del otro lado del vidrio su justa proporción de desabrigados.
Y los que caminan apurados pensarán que es ficción pero doy fe que es habitual ver cómo al umbral de una casa de indumentaria deportiva espera caridad un hombre en silla de ruedas, y a metros de una disquería que también vende libros, toca un vals un acordeonista ciego.

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El sol se desentiende del asunto en el semáforo de la Bola de Nieve. Mientras se espera que el iluminado peatoncito rojo y estático se extinga para que se encienda su permisivo vecino blanco, se puede ir viendo el panorama. A lo lejos unas mujeres toman mates en un acampe que reclama por una ilusoria modificación de sus desamparos al tiempo que un grupo de radiantes turistas vuelve al planeta al salir del museo.
Más allá, como contrapunto de la fe de las señoras con chales mullidos que entran a la iglesia, está el gris Correo y la ochava taciturna y ritual de los cirujas desesperanzados que se preparan para la faena del cartón.
La plaza se apaga irremediablemente a pesar del esfuerzo denodado de las enclenques farolas.
En el paisaje habitual, como un ornamento más que combina con los escalones de mármol y las volutas de cemento del antiguo edificio de la Catedral metropolitana, está desparramada una adolescente con dos nenes que la recorren.
Como una autómata, delante de una tienda abarrotada de imágenes, estampitas y otros souvenirs cristianos, suelta su parlamento veloz de desesperación mecánica que implora por ayuda urgente para comprar la comida de sus hijos.
La deformación profesional permite a uno fantasear un instante con acomodarse contra la pared y darle diez pesos a cambio de bucear en detalles de su vida para reproducirlos en un relato. Saber de qué barrio pobre de la ciudad viene, dónde duermen y comen ella y sus hijos. Si lo pibes tienen papá, a qué edad tuvo al primero.
Pero hay algo que provoca en la garganta un nudo de vergüenza y nos obliga a alejarnos iracundos con las propias falta de arrojo y sobra de principios.
— ¿Creés en Dios?– podría haber dicho el que pregunta.
A las seis de la tarde, las campanas que suenan son para muchos linyeras como el pito de la fábrica. Todo se vuelve cada vez más tenue.
Es el desahuciado momento de la transición entre la tarde y la noche. La falsa muerte del día, la parte más escandalosa del crepúsculo.
La hora del noticiero.

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