(abril de 2009)
Raúl Ricardo Alfonsín se sabrá de a poco lamentado auténticamente, apropiado por las circunstancias, invadido por los obsecuentes, abordado por una justicia tan lerda como inevitable.
Sentirá orgullo de que en la calle no quepa un alfiler, aunque su posición no sea la mejor para contemplar el espectáculo. Lo habrán colocado en un féretro postamente ornamentado para la transmisión en vivo de su cuerpo muerto, con el correspondiente besamanos póstumo e interminable que aceptará por igual al sentido tipo que lo respetó y admiró en vida, como al puteador profesional que festejó los trece paros que le obsequióla CGT en los ochenta. Es decir, el pueblo en
absoluta democracia.
Ahí también estará la democracia, como un estigma que lo seguirá hasta el más allá: ante la solemnidad que ofrece el final de una vida, desfilarán ecuánimes los impulsores de su llegada al poder y los responsables del Golpe (financiero) de Estado que lo derrocó, enjugados juntos con un mismo gran pañuelo con los colores de la bandera argentina.
En eso, el último caudillo radical notará que ya es demasiado. Como quien se saca algo incómodo de encima, abrirá los ojos.
Cuando
el cansancio es tan hondo, no se sabe si es de noche o es de día. Por eso,
aunque existiese la inquietud, al hombre ya no le importará demasiado si es el
gobierno del sol o el imperio de la luna. La puerta y la ventana estarán
cerradas. Apenas le alcanzará con guardarse en la memoria el íntimo e inmediato
paisaje sin tiempo que rodea su cama.
A la
clausura de los párpados la sucederá una revoloteante idea:
“Murió
Alfonsín, el hombre de la democracia”, empezará a soñar que titulan los
diarios, echando a andar por fin su biografía contenida en las gateras.
Así
podrá ver cómo, con el tierno zarpazo de la muerte de por medio, la argentina mirada
se compadecerá una vez más de sí misma para ceder ante el reconocimiento en el
justo momento en que la pérdida sea ya irreparable.
Raúl Ricardo Alfonsín se sabrá de a poco lamentado auténticamente, apropiado por las circunstancias, invadido por los obsecuentes, abordado por una justicia tan lerda como inevitable.
De
pronto, todo pasará tan rápido (porque los sueños no saben pasar despacio): la
congoja nacional en procesión, el anuncio oficial de tres días de duelo, las
banderas a media asta, un cortejo con granaderos que lo acompañen hasta el
Congreso para un último adiós popular. Porque en un descuido, estará soñando
con una imposible multitud. Imaginará a columnas de hombres y mujeres
enarbolando su fotografía, boinas blancas y banderas partidarias; señoras
llorando sin consuelo y señores conteniéndose en una mueca fiera que siempre es
peor que el más rotundo llanto. Soñará que su deceso es el acto político más
genuino y convocante de los últimos tiempos.
Sentirá orgullo de que en la calle no quepa un alfiler, aunque su posición no sea la mejor para contemplar el espectáculo. Lo habrán colocado en un féretro postamente ornamentado para la transmisión en vivo de su cuerpo muerto, con el correspondiente besamanos póstumo e interminable que aceptará por igual al sentido tipo que lo respetó y admiró en vida, como al puteador profesional que festejó los trece paros que le obsequió
“Sin
distinción de banderas, todo el arco político nacional se ha unido para
despedir a un líder de todos”, le parecerá escuchar que dicen en un noticiero
que ya no hablará del dengue ni de nada. Y, efectivamente, podrá observar desde
afuera de la escena (como en todo sueño) cómo uno a uno se persignarán o le
darán una tardía e inútil caricia al pasar junto a su cadáver vestido otra vez
de Presidente.
Ahí también estará la democracia, como un estigma que lo seguirá hasta el más allá: ante la solemnidad que ofrece el final de una vida, desfilarán ecuánimes los impulsores de su llegada al poder y los responsables del Golpe (financiero) de Estado que lo derrocó, enjugados juntos con un mismo gran pañuelo con los colores de la bandera argentina.
“Ha
sido un hombre que nos enseñó a todos el verdadero sentido de la libertad, de
la convicción, de los ideales. La política como debería ser”, susurrará sin
sonrojarse un dirigente de la otra vereda.
“Yo
no sé si somos un país de estúpidos o de hipócritas”, le parecerá oír que
comenta un conductor cualquiera que escucha hablar sobre la muerte de Alfonsín
en la radio de su auto en el intervalo de cualquier semáforo del país.
“Con
sus aciertos y con sus errores fue un político austero, incorruptible,
derecho”, rezará ante un micrófono en directo desde el velatorio popular un
señor que no lo votó pero que respeta mucho al difunto.
Aunque
tenga que ser con el rigor de la güesuda que traza con firmeza una distancia
irremediable, Alfonsín sentirá que muchos lo habrán descubierto por fin.
Para
entonces emparentará definitivamente la proyección de ese caprichoso sueño a un
curioso formato televisivo de pantalla de mármol. Como si fuera a ver todo a
través de la puesta en escena de un acartonado homenaje postrero sin temor a
los lugares comunes, al morbo, al mal gusto, a la saturación.
Repetición
a metralla de imágenes históricas, enjambres de frases recobradas oportunamente desde un olvido aparente,
estremecedora música incidental, testimonios entrañables y canciones con letras
demoledoras estrechamente ligadas al acontecimiento.
“Es
como leerle a un enfermo el prospecto de un remedio infalible que ahora está
vencido pero que siempre estuvo ahí en la mesita de luz”, soñará Alfonsín que
reflexiona en voz alta un espectador de esta transmisión fantástica en una
habitación de clase media donde una mujer hace como que lo escuchara mientras
plancha una camisa o un guardapolvo.
En eso, el último caudillo radical notará que ya es demasiado. Como quien se saca algo incómodo de encima, abrirá los ojos.
Sin
dudas será el primer sol de la mañana, por lo tenue, el que se cuele por encima
de alguien que habrá de ingresar a su lecho de convaleciente. Todavía reunirá la
fuerza suficiente para incorporarse y leer en el diario recién llegado que las
diferencias entre el campo y el Gobierno parecen ser irreconciliables.
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