La noticia dice que Mujica envió el proyecto uruguayo de Ley de Medios al Parlamento. Inicialmente es una grata noticia. La iniciativa -según portales del país charrúa- propone regular los servicios de radio, televisión y otros de comunicación audiovisuales, con la meta de generar un “sistema de medios visuales armónico” con “contenidos nacionales de calidad”, según el Gobierno.
Pasa en todos lados. Las interpretaciones son hijas siempre de la política: se dice como se piensa, pero -más allá de los prejuicios-, ¿está mal controlar el descontrol de los medios de comunicación? O si se prefiere, organizar para garantizar la multiplicidad de voces y establecer parámetros de contenido presentables. Hay que decir, nobleza obliga, que "control" no es mala palabra, y que además es un vocablo que está íntimamente ligado a ese otro que es "gobierno", mal que le pese a cualquiera.
La regulación, en todo caso, debe ser tal y no otra cosa.
La norma argentina, por ejemplo, es excelente en la letra, aunque su aplicación sea otra cosa por culpa de más de un monopolio -esto incluye tanto a Clarín que no quiere largar prenda como al nuevo multimedio de la pauta oficial condicionada por el kirchnerismo, acrecentado las nuevas oportunidades para la compra de medios vueltos adherentes explícitos a la gestión nacional.
Sin dudas, en este aspecto, el del democrático reparto de espacios (todavía pendiente o bien sólo anunciado en Argentina), ahí estriba el sumo ejercicio o la plenitud de una ley nacida de la promesa de ordenar, de combatir la concentración y equilibrar las posibilidades de amplitud de miradas desde la igualdad.
En otras palabras, parafraseando al criollo que reparaba en el porcino, la dieta, el peso y las responsabilidades alusivas: la culpa no es de la TV, ni del que cambia de canal: aparentemente es de quién y cómo carga la grilla, según criterio ecuánime o propia conveniencia.
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