(sobre fotos de Héctor Rio acerca de salidas
transitorias en la cárcel de Rosario)
Los antiguos muros de “La Redonda” abrazan otro mundo, acá nomás pero lejano, y constituyen una frontera tan infranqueable como metafórica entre el adentro y el afuera.
Desde hace más de un siglo, la Unidad Penitenciaria Nº 3 está quieta en Zeballos y Riccheri. Hoy alberga unos 300 habitantes, en su mayoría pobres y menores de 25 años.
No hace falta ser adivino para pensar en lo que le espera a quien entra.
Detrás de las ventanas ciegas huele a kerosén de los calentadores, a mugre con creolina, a cortinas frágiles pero pesadas de la ranchada. Alrededor de un camastro de cemento, la eternidad se decora con una Eva imposible hecha póster, el escudo del campeón y, a veces, alguna foto de familia. En el patio, un Cristo (que también está preso) observa imparcial desde un paredón; la banda de sonido es el metálico coro de las trabas de los portones del pabellón, el tintinear de los manojos de las llaves siempre ajenas.
No es necesario ser astrólogo para aventurar lo que luego aguardará a quien sale.
Las salidas transitorias –reguladas por el artículo 17 de la ley nacional Nº 24.660– y la libertad condicional, son el puente entre uno y otro planeta. Un camino frágil pero real, suspendido sobre un río caudaloso y recurrente que se ve igual desde ambos lados.
Sin embargo, pese a todo, hay quienes consiguen realizar la trabajosa mudanza de la piel contra pronóstico.
Sólo entonces es la abolición de los adverbios de lugar: el límite entre adentro y afuera, desaparece.
Y ya no cuenta el lado de la reja en el que se esté parado.
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