Centauro aurinegro
pez del asfalto, de la vida.
Regresante, retornador,
hombre de vuelta con rictus
de sapiencia.
Tiene en los hombros la escuela de los días.
Su historia es la que buscan contar
los narradores desargumentados.
Conoce la ciudad como la palma de su mano.
Tiene registro exacto de burdeles e iglesias,
Ubica sin esfuerzos teatros y cocherías.
Hospitales, hipermercados, bibliotecas,
garitos u oficinas.
Manojo de desencantos que maneja triunfal
con los ojos puestos un paso atrás del horizonte.
El retrovisor es un adorno que remite al atrás,
una anécdota prescindible que mira al pasajero.
Un molesto puente visual que quema, incomoda.
El retrovisor es la confirmación de lo inevitable.
Un espejo cruel que además del asiento del cliente
enseña que ya no existe el exitoso comercio
que alguna vez fue de su propiedad.
Pudo ser jugador de fútbol profesional,
cantante melódico, vendedor de portaviones.
Ahora le toca la selva donde la música es la puteada
y la radio pesimista lo ametralla
dándole la razón:
el mundo es una jungla irrespetuosa,
la patria es un infierno incorregible.
“La calle es una mujer maldita y embustera
–piensa, mientras fuma abrazado al volante–
una mina difícil
que practica el engaño con delicia
pero es la única que te quiere”.
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