Las manos en los bolsillos. La resignación obliga a Fletcher a hundir las manos en los bolsillos del gamulán. Piensa que lo hecho, hecho está. Que no se puede volver atrás. Luego cambia el sentido de sus pasos en la esquina. Como su pensamiento, desisten de andar a la deriva y retoman un rumbo fijo. Sabe que es tarde para arrepentirse aunque no ha cambiado de parecer ante el acto consumado.
Entra a la taberna y comienza a leer las mesas simulando indiferencia. Robert está en la barra y al verlo alza la diestra desde el fondo del salón en penumbras. Se pone de pie y le señala con la mirada y la punta del mentón adónde van a ubicarse. Fletcher siente que sus manos están adheridas a lo profundo de los largos bolsillos.
Robert ya está sentado junto a la ventana y entorna los ojos mientras enciende un cigarro. Fletcher separa la silla de la mesa con un solo guante de cuero negro que inmediatamente vuelve a guardar en el abrigo. Robert tiene intenciones de preguntarle a Fletcher cómo se encuentra pero Fletcher se anticipa y le dice que necesita alguien que sepa escuchar. La boca de Robert se retuerce y de ella escapa una blanda lonja de humo blanco.
-- Acabo de matar a un hombre -dice Fletcher encorvándose, hundiendo su cabeza entre los hombros. Atacado por un brutal calofrío, tiembla.
Sus ojos de pez están más gélidos que de costumbre. Parece retorcerse de frío. Le pregunto, finalmente, cómo se encuentra y suelta una risa nerviosa. Me pregunta que cómo creo que puede sentirse y comienza a hablar sin detenerse, a gran velocidad. Lo interrumpo piediéndole que se tranquilice y él parece reaccionar. Suspira, mira por la ventana, ora hacia la puerta de entrada, ora hacia las mesas contiguas. Diviso un hilo delgado de transpiración marcándole la mejilla, ramificándose hacia la mandíbula. Me pide perdón y vuelve a suspirar. Es un movimiento robótico y muy pronunciado, como si tuviera apresado bajo el abrigo un animal vencido que se apaga y ya no busca escapar.
--Tienes que escucharme, Bob -me dice y vuelve a mirar a su alrededor pero esta vez con disimulo, tímidamente-, me queda poco tiempo...
Continúa sin quitar las manos de los bolsillos y creo que trae oculta un arma. Se inclina sobre la mesa como para decir algo pero percibe la llegada de la camarera y entonces simula estar acomodándose en la silla y guarda silencio, mirándola de reojo. Pido un whisky doble y él otro. La muchacha se aleja y Fletcher vuelve a suspirar.
Todo empezó hace ya unos seis o siete años, Bob, antes de que Kimberly se fuera de casa. Tú sabes muy bien cuánto quise a Kimberly y cuánto daño me causó su partida; pero entonces no podía prever que esto sucedería. Siempre creí en las casualidades, Bob, y recién ahora me doy cuenta que he vivido engañado. ¡Aquel juego perverso estuvo siempre ante mis ojos, y yo creía que todo era producto del azar! Maldita sea, Bob. Jamás hubiera imaginado que se trataba de un complot. Un plan macabro de venganza minuciosamente digitado por ellas. Porque todas, todas estuvieron siempre de acuerdo, confabuladas, gozosas de perturbar mi vida...
Claro que me llevó tiempo convencerme que esto estaba pasando. Tardaría años en darme cuenta que siempre fui víctima de este horrible pacto de lobas hambrientas y en celo. Y ellas disfrutaron, Bob, se vieron saciadas con mi desconcierto, al principio, y con mi desesperación, al final. Porque es cierto que había comenzado a llamarme la atención ese desfile indiscriminado de mujeres que alguna vez fueron mías. Yo me creía un hombre con suerte, ¿sabes? Alguien que por afortunado debía sufrir también proporcionalmente aquellos encuentros inoportunos. Y recién en este último tiempo me doy cuenta. No me dejan en paz, Bob. Eligen un día por año y me persiguen sin darme tregua, amigo. Todas juntas en un solo día, cómplices, Bob, insoportables. ¿Entiende? No me dejan vivir.
Por un momento Fletcher se queda en silencio. La camarera deja los anchos vasos en la mesa y vuelve sobre sus pasos. Robert bebe un sorbo lento de whisky tratando de acomodar sus ideas tras aquel parloteo enredado. Fletcher quita las manos de cuero negro de dentro del abrigo y con ambas sujeta el vaso. Repite que no lo dejan vivir y de un golpe acaba con la bebida. Lo gélido de sus ojos desaparece y los surcos de sudor se multiplican. Robert mira cómo Fletcher se desnuda las manos y las ve, atontadas y persurosas, desprender los botones del gamulán.
-- Estoy pagando, Bob. Es una pesada deuda que tomé por haber abusado de mi atractivo físico -dice Fletcher.
Robert comprende que lo que el otro vomita es una nueva catarata de pesares, pero se queda abstraído, subido a una frase curiosa: jamás había oído a un hombre -ni aún a Jeff, el más engreído patán de la oficina- autohalagarse tan descaradamente. Entonces mira a Fletcher -le dice que sí, Robert, con la cabeza, aunque ya no repara en sus palabras que retumban como cualquier otro sonido ambiente del lugar-; lo observa detenidamente. Ve a un hombre muy delgado, adivina el relieve de sus venas; escruta una plaga de pecas amorfas. Inútilmente quiere descifrar los gruesos pinceles de sus cejas rojas o el anaranjado escobillón de los bigotes. Se demora en los ojos de hielo celeste, acuosos y carentes de la más mínima expresión. Fletcher es calvo, de orejas bastante despegadas de la cabeza, abiertas, como dos sus caracoles laterales que hipnotizan a su interlocutor.
Tengo la impresión de que me está gastando una broma o, peor, que está terriblemente drogado y que debajo del sobretodo trae explosivos que nos hará volar a todos por los aires. Dice que el día en el año es siempre uno distinto y que el resto de los días los pasa paranoico, huyendo de cuanta presencia femenina advierte. Que vive aterrorizado esperando el fatal encuentro que anuncie que han comenzado las veinticuatro horas exclusivas de las chicas que pasaron (y regresan) por su vida. Mientras habla, otra vez a un ritmo acelerado, mira hacia la calle como buscando algo. Y las manos, que parecen cada vez más independientes de su cuerpo, se aferran al vidrio del vaso y lo hacen girar mecánicamente.
Presiento que de un momento a otro me dirá que todo es un invento, que quería verme la cara. Pero se obstina en darme detalles sobre cómo lo han vuelto loco, cómo comienzan por insinuar la invasión un par de jornadas antes de la fecha elegida. Feroces, amenazantes.
Que de pronto en el supermarket se aparece una mañana Helen, la blonda muñeca de la preparatoria, o Thelma, la peluquera, lo intercepta a la salida del ascensor. Que llegó a pagar una suma descomunal de dinero para que la compañía telefónica lo borrara del directorio luego de la madrugada en que Priscila, la del simposio en Toronto, y Debra, la porrista del equipo de sus sobrinos, alternaran insistentemente con llamadas simultáneas al apedreo de las persianas de su apartamento frente a la frondosa trinchera del parque a media luz.
Sé que es difícil de comprender, Bob, pero créeme que no estoy loco. Y, fíjate, a veces quisiera estarlo para no pasar por esto. El resto del año, los días que no son el día de mi maldita tortura, he llegado a encerrarme. Por meses he viajado, he visitado a vecinos por el lapso de semanas enteras, instalándome a vivir en casa de gente solidarísima que acaso nunca me comprendió pero me tuvo compasión. ¿Y tú crees que solucioné algo, Bob? Si crees que sí, te equivocas.
Siempre aparecen. Como sea. Azafatas, policías, enfermeras, acomodadoras de cine, cajeras de banco, vendedoras de seguros sociales. Siempre llegan a mí. Siempre aparece una para anunciarme el comienzo de la pesadilla y después Ingrid, Marianne, Rosario, Sharon, Melody, Jane, Bea, Susan, Fernanda, Rose, Francesca, Alice, Gisell, Ivone, Lauren, Asumpta, Edith... ya no importa el orden, todas despechadas y sedientas de venganza.
Mira, Bob, no es mi intención traerte complicaciones. Sólo necesitaba alguien que me escuche. No voy a pedirte que me creas, amigo. Es entendible. Pero, antes de que sea demasiado tarde, quería que alguien supiera que porque mi vida ya no es mía he sido capaz de cualquier cosa...
Fletcher se lleva las manos a la cara. Las posa una sobre cada ojo y luego comienza a bajarlas flanqueando la nariz, estirando poco a poco las bolsas violáceas de piel fofa que se le han ido encendiendo a lo largo del monólogo. Su palidez ya es de mármol. Hasta los mapas de las pecas se le han ido apagando y ahora parece transpirar a baldes. Robert lo nota pero sigue absorto, confundido. Lo recorre un ambiguo sentimiento que Fletcher se encargó de despertar. Es una mezcla de lástima y rabia por ese pobre hombre de envidiable performance y cruel destino.
--...Por un demonio, Bob, pídeme otro whisky. Me temo que... --Fletcher deja inconcluso su parlamento y pone los ojos de agua al resguardo de la mirada firme de Robert.
--No me digas que la camarera...
--Hilary, estudiante de teatro, veintitrés años, piscis...
--Entonces...
--Ya no puedo más, Bob.
Robert le alcanza su propio vaso. Está casi lleno y Fletcher bebe todo el whisky de un sorbo. Luego temblando se quita el gamulán con movimientos ampulosos y lo apoya sobre el respaldar de la silla. Está llorando. Los dos están incómodos.
Será mejor que lo deje solo. Puedo ir al baño y volver en un par de minutos, cuando se haya desahogado. Me pongo de pie y me excuso por retirarme. Le aclaro que debo visitar el retrete pero poco parece importarle, recostado sobre su antebrazo izquierdo, escondiendo las muecas que le moldea el dolor; mojando como un niño desconsolado la manga de su sweater negro.
Realmente no sé qué haría de hallarme en su situación, pienso, mientras me contento de ver mi rostro en el espejo del lavatorio. Mi rostro de siempre, común, mediocre, del montón. Me reconforta no ser Fletcher Holssen.
Bajo la tapa del sanitario y me siento a matar el tiempo como cuando de pequeño me encerraba en el baño a juntar fuerzas para entrar en la ducha. “Acabo de matar a un hombre”, recuerdo el temor y la paz en la voz apagada de Fletcher. Y entonces me doy cuenta que sí, ya es tarde. Voy decidido hasta la puerta que me devuelva al humo y los rumores del salón, impulsado por un presentimiento y apenas demorándome el andar con un temor que ya es casi una certeza.
Entre el bullicio de la mesas a media luz, la nuestra me salta a los ojos con un extraño haz de silencio y teimpo quieto. El hielo plateado de sus ojos que ya no ven, la lengua azul afuera, un brazo larguísimo colgando.
Desde una mesa alejada, mezclada entre otras mujeres, me saluda Kimberly alzando su copa.
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