En la especie anda el rumor
de que fueron desplazados.
Que progresiva o abruptamente
el mapa de los grandes jinetes urbanos
se fue desdibujando.
Y los pocos sobrevivientes
asumen su condición:
como todo,
(los cines, los clubes, los bolichos,
las tribunas, las ropas, la cocina)
también el trono del piloto colectivo
sucumbió a la terrible invasión.
La globalización, el progreso
o un agujero negro
en la media de la humanidad.
Algo promovió el ingreso inevitable
al gran volante
de mortales del montón.
La veteranía se cruza en las esquinas
–o se pone a la par en los semáforos–
para intercambiar mustias miradas
de resignación.
Aquellos que supieron
lo que era estoicamente lucir
camisas reglamentarias de un celeste horrible,
se consuelan mutuamente
exhibiendo en las pupilas
de la pena, el color.
Pelilargos desentrazados;
ex larga distancia, camioneros urbanizados;
arquitectos sin vocación ni trabajo;
hijos de empresarios, adolescentes acomodados,
pescadores y herreros con contactos;
comerciantes fundidos; ex jugadores jugados;
buscavidas optimistas,
oficinistas desocupados.
“Hoy cualquiera maneja un colectivo
pero no cualquiera puede ser colectivero”,
susurra un exponente de esa raza casi extinta.
Tiene los ojos idos en el peluche
de la palanca de cambio,
sobre la falda la toalla nívea;
subrayando su humanidad y el volante
los nombres de sus hijos, ya grandes,
fileteados con los colores del la bandera argentina.
Como él,
el coche está por finalizar el servicio
rumbo a la punta de línea.
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